Hace mucho tiempo hubo en Cornualles un rey llamado Marco, que tenía una hermosa hermana llamada Blancaflor, a la que casó con el rey de Leonis como recompensa por los grandes auxilios que de él había recibido en una guerra.
Quiso la mala suerte, sin embargo, que mientras él se hallaba en plena luna de miel en la apartada corte de Marco, un eterno enemigo suyo se aprovechara de su ausencia para entrar a sangre y fuego en sus propias tierras. Tuvo, pues, que embarcarse precipitadamente para su país y llevarse consigo a Blancaflor, que dejo al cuidado de un hombre de toda su confianza en un castillo que considere seguro, mientras iba a combatir al frente de sus leales súbditos.
Pasó el tiempo y Blancaflor, que estaba a punto de darle sucesión al rey de Leonis, recibió la fatal noticia de que su esposo había sido asesinado a traición por su mortal enemigo.
Fue tan honda la pena de la joven viuda que no sintió más que el deseo de dejarse morir ella también. Y cuando a los pocos días dio a luz un hermoso niño, dijo:
—Como ha venido al mundo entre tristezas se llamara Tristán.
Dicho esto besó a su hijo y cayó muerta.
Poco después, el castillo, que parecía tan seguro, fue asaltado, y el hombre de confianza del difunto rey tuvo que rendir vasallaje al usurpador triunfante, y para salvar la vida del recién nacido Tristán lo hizo pasar por hijo suyo.
Así se crió el niño hasta los siete años, y entonces fue confiado al escudero Gorvelán para que hiciera de él un perfecto caballero, apto para superar a los demás en lo físico y lo espiritual. Por desgracia, tanto llamaba la atención con sólo verlo tan hermoso, apuesto y arrogante, que fue robado por unos mercaderes noruegos, que pensaron poder venderlo a buen precio, y que se lo llevaron en su barco.
Pero no contaban aquellos ladrones con que una horrible tempestad se desencadenaría amenazando acabar con su nave. Y, como buenos supersticiosos, creyeron que el robo de aquel muchacho había atraído la desgracia sobre ellos.
—En cuanto podamos lo abandonaremos en una playa desierta —dijeron.
Pero nada más verse en tierra, Tristán huyó, internándose en un espeso bosque donde se encontró con unos cazadores que perseguían un ciervo. Y en recompensa de un servicio que les presto, enseñándoles, a pesar de su corta edad, algo cinegético que ellos ignoraban, lo llevaron a la corte del rey Marco coma una maravilla de habilidad y saber.
Y allí lo adopte, casi paternalmente, el rey de Cornualles, que no tardó en averiguar que aquel gallardo y valiente mozo, convertido en uno de sus mejores guerreros, era su sobrino. A él quedó después ligada toda su vida.
A Tristán le distinguía la donosura, su maestría en tañer, cantar, danzar y todo arte exquisito del espíritu, la habilidad en juegos y pruebas de ingenio. Y, finalmente, de manera especial, su destreza en el manejo de la espada, lanza, jabalina, maza y hacha o ballesta, así fuera de la guerra, como en cacería o torneos.
Poco tiempo después acaeció que el rey de Irlanda reclamó el pago, que hacía muchos años se le debía, de un tributo de trescientos mancebos y trescientas doncellas elegidos por sorteo entre las familias de Cornualles.
El encargado de cobrar esta odiosa comisión era el gigante Morholt, cuya sola figure ponía horror en los corazones. Acompañado de varios caballeros irlandeses se presentó ante la corte del rey Marco reclamando el inmediato pago de la deuda.
Ni uno solo de los nobles de la corte se atrevió a moverse, pero el joven y pundonoroso Tristán, que estaba presente, ante el asombro de todos, arrodillóse a los pies del monarca y le suplicó:
Aunque el rey lo sintiese, acabó por concedérselo, y Tristán, después de una terrible y desproporcionada lucha, salió victorioso. Tan valerosamente se porta que su espada le abrió el cráneo al gigante y tan fuerte fue el golpe que la hoja quedó mellada y la mella profundamente adherida a la caja ósea.
Cuando el cadáver del gigante Morholt fue llevado a Irlanda para enterrarlo en Weisefort, la rubia Iseo o Isolda, sobrina del difunto, logró arrancar el acerado fragmento del arma y lo guardó como una reliquia en un cofrecillo de marfil. Y desde entonces, aun sin conocerlo, aprendió a odiar el nombre de Tristán de Leonis.
Sin embargo, llegó un día en que la joven que tanto lo odiaba le salvó la vida sin saber quién era.
En efecto, Tristán había quedado malherido en su lucha con el gigante. Las heridas habían sido hechas con arma emponzoñada, produciéndole pústulas que no se cerraban jamás. Los médicos le aplicaban cuantos remedios sabían, pero el pobre Tristán no se recuperaba. Y como sus heridas despedían tal olor que nadie era capaz de soportarlo, al fin solo el rey y dos íntimos amigos, Gorvelán y Dimas de Lidán, tenían la caridad de llegarse a él para limpiarle las llagas. Pero hasta estos se cansaron un día.
—Lo mejor será —le aconsejaron— que vayas a vivir a una choza junto al mar, lejos de tierra habitada.
Tras unos meses de estar allí, esperando su muerte, Tristán decidió probar fortuna a la desesperada. Y embarcándose en una pequeña nave completamente solo, navegó al garete días y días. Al fin, le recogieron unos pescadores irlandeses que le llevaron a la población marinera de Weisefort, donde estaba enterrado el cadáver del gigante Morholt. El señor de aquellas tierras era el monarca que había venido cobrando los tributos de Cornualles.
Tristán se hizo pasar por un mercader que, navegando con rumbo a España, había sido asaltado y herido por unos piratas. Su mentira fue creída y los pescadores le hablaron de que la hermosa rubia Isolda podría seguramente curarle, pues era sabia en materia de ungüentos y elixires de raras virtudes.
La rubia Isolda, hija del rey de Irlanda, se apiadó de Tristán y en cuarenta días le curó con sus casi divinas manos, únicas que podrían ya curarle en sus más desgraciados accidentes, porque así lo quería el destino.
Una vez curado, y de nuevo en la corte de Cornualles, Tristán fue acogido por su tío Marco con grandes muestras de afecto, lo que provoco la envidia de los barones Ganelón, Andret, Denoallen y Godoino, al temer que el héroe fuese nombrado heredero del trono.
Como el rey Marco era soltero, anunció, ante tanta insidia, que elegiría esposa, aunque no la deseaba, por intentar tener un hijo que heredara el trono. Pero, ante las muchas novias que le proponían, puso como condición:
—Solo me casare —dijo— con la mujer de quien sean unos rizos de oro que ha llevado hasta mi habitación una golondrina en el pico.
Tristán se ofreció para traerla a Cornualles, pues pensó que dicha mujer no podía ser otra que Isolda, la rubia hija del rey de Irlanda, su mayor enemigo desde la muerte del gigante Morholt.
Audaz como siempre, se dirigió a Irlanda, desafiando todos los peligros. Pero al llegar a aquella corte, se halló con una población aterrorizada, porque una monstruosa fiera iba todos los días a una de las puertas de la ciudad y no dejaba entrar ni salir a nadie, si no se le entregaba una doncella, que devoraba en pocos instantes a la vista del horrorizado pueblo.
Tenía aquel monstruo, de horrible voz y espeluznante aspecto, la cabeza de oso, los ojos como dos encendidas brasas, dos cuernos en la frente, largas y peludas las orejas, garras de león, cola de serpiente y el cuerpo cubierto de escamas. El monarca había hecho pregonar:
“Al que mate esa fiera le daré en premio como esposa a mi hija Isolda, la de los cabellos color de oro.”
Veinte caballeros habían intentado ya realizar la peligrosa empresa; pero a todos los había devorado el monstruo.
Tristán no se arredró por eso. Cuando vio avanzar a la fiera, fue contra ella y empezó una lucha descomunal. De nada servían los furiosos golpes que le asestaba con sus armas; ni siquiera hacían mella en sus escamas.
De pronto, el monstruo lanzó por sus narices dos chorros de venenosas llamas que, alcanzando al caballo del héroe, lo mataron. Pero Tristán, a pie y a pesar de tener destrozado el escudo, hundió su espada en las fauces de la fiera con tal fuerza y acierto que le partió el corazón, dejándola muerta.
Le cortó entonces la lengua y la guardó como prueba innegable de que la horrible fiera había sido muerta por él. Pero su proeza le dejo tan rendido y maltrecho que, sin poder dar un paso, cayó tendido en tierra, entre unos cañaverales.
A todo esto, el senescal del rey, que deseaba a Isolda como esposa, pero era incapaz de enfrentarse con el monstruo para obtenerla, cuando vio terminada la lucha y caer a Tristán se acercó y cortó la cabeza de la fiera. Al presentarla en palacio dijo:
—Yo le he dado muerte.
La rubia Isolda, al oírlo, prorrumpió primero en una gran carcajada y luego en llanto, al ver que sería dada al más vil y cobarde de los nobles del país. Sin embargo, sospechando la falacia del senescal, se encaminó al Lugar de la lucha con su paje Perinis y su doncella Brangania.
En efecto, allí estaba el monstruo con la cabeza cortada, pero había también cerca de allí un caballero desconocido, de bruces sobre un charco de sangre. Los fieles servidores de Isolda lo llevaron en un caballo secretamente hacia las habitaciones destinadas a las mujeres en el palacio.
Isolda curó las heridas de Tristán durante varios días, pero no le reconoció, tan desfigurado había llegado a ella la primera vez. Sin embargo, sentíase vivamente interesada por él.
Un día, curioseando en sus armas, Isolda descubrió que el filo de la espada del herido estaba mellada. Entonces se le ocurrió que acaso fuera aquella la misma que mató al gigante Morholt. Corrió a comprobarlo con el fragmento que guardaba, y ya cerciorada, se lanzó sobre Tristán empuñando la espada.
Pero aquel hombre tan apuesto e indefenso la convenció con serenidad de que todo había ocurrido en noble lid. Y tan convencida quedó la hermosa princesa que, enamorada sin saberlo, tiró la espada y como signo de paz dio un beso en los labios al vencedor del monstruo.
En realidad pudo más en Isolda la atracción del héroe que la fuerza de la sangre. Además, era mil veces preferible Tristán que el odioso senescal.
Por cierto que cuando éste se presentó al rey pidiendo la mano de Isolda, Tristán dejó que mostrara la cabeza como prueba y que se envaneciera en su pretendida proeza, para luego salir él enseñando la lengua del monstruo, dejándole así completamente en ridículo.
Tristán conquistó por derecho a la rubia Isolda, pero no sin dificultad logró que el rey de Irlanda se la concediera al saber quién era. Lo que allanó el camino fue que Tristán dijo al monarca:
—Juro solemnemente que no me llevo a Isolda para mí, sino para el rey de Comualles, que hará de ella su legitima esposa, con lo cual la paz reinara siempre entre Irlanda y el reino de Marco, del cual soy embajador.
Isolda fue presa de la mayor desesperación al oír aquello. Pese a todo no tuvo más remedio quo partir con los extranjeros.
Pero la previsora madre de Isolda, hábil en preparar sortilegios y filtros mágicos, confeccionó uno por el cual los dos futuros esposos se habrían de amar eternamente si lo bebían. Esperaba así la reina vencer la aprensión previa de su hija hacia su futuro marido. Con gran secreto lo confió a la doncella Brangania, que era la predilecta de Isolda, ordenándole que se lo diera a beber a los esposos en la noche de bodas.
La sirvienta juró que cumpliría con el mayor celo el encargo, del que nadie se enteraría. Pero un solo descuido que tuvo fue fatal. Durante la travesía, Isolda se mostraba melancólica e irritada por creerse desdeñada por el que ella creyó que la había conquistado para sí y no para otro que no conocía.
Y ocurrió que en un día de extremo calor, y con la mar en una calma expectante, en ausencia de la doncella, primero Isolda, luego Tristán, sintiendo que les ahogaba la sed, bebieron del filtro amoroso creyendo que era un líquido refrescante.
Inmediatamente ambos sintieron los efectos de aquella bebida, y cuando Brangania entró donde Isolda y Tristán estaban, los encontró mirándose tan extraña y apasionadamente junto al frasco vacío, que exclamó consternada:
— ¡Acabáis de beber con esto el amor y la muerte! Y cogiendo el frasco vacío lo arrojó furiosamente al mar.
A partir de entonces el odio de Isolda hacia su acompañante se trocó en un amor desenfrenado, al que Tristán correspondía con no menos pasión, aunque se despreciaba a sí mismo en su conciencia porque tenía que confesarse reo de la mayor deslealtad cometida contra su rey. Aquel amor no podía confesarse, pero ¿cómo ahogarlo, si parecía incontrastable?
Fue Isolda la que, al fin, roto el freno del pudor, pronunció el franco y brutal, ¡te amo!, que unió a los dos amantes en un beso y un abrazo y los tendió en un mismo lecho, mientras la nave volvía a emprender su ruta hacia Cornualles para llevarle al rey su futura esposa.
La boda se verificó con gran pompa, y con ella empezó para Tristán e Isolda una nueva vida, mezcla continua de lealtad y doblez lindado con el crimen, de suspicacias y arrepentimientos por parte del viejo Marco, que unas veces quería matar a los dos amantes y otras los perdonaba.
Al principio, la doncella Brangania ideó el ardid, de acuerdo con su señora, de suplantarla en el tálamo nupcial, mientras Isolda corría a buscar a Tristán, que dormía a pocos pasos del lecho real.
Naturalmente, el rey no tardó en enterarse de lo que ocurría, y aunque no descubrió juntos a los dos amantes, gracias a la fiel Brangania, decidió expulsar a Tristán de la corte. Antes de partir, Isolda, triste y llorosa, le dio un anillo de esmeraldas diciéndole:
—Siempre que me hagas saber un deseo tuyo, con esta joya lo cumpliré sin pensarlo.
Deseando vencer al destino, Tristán fue al destierro, yendo a parar a Bretaña. Allí encontró otra Isolda, llamada la de las Blancas Manos, y se casó con ella procurando olvidar a la otra, aunque sin conseguirlo.
Este casamiento sería causa de la muerte de Tristán. Poco después su cuñado Kaherdín combatió con un fuerte enemigo y él le ayudó en la contienda. Lo malo fue que en ella recibió una herida de lanza emponzoñada.
—Necesito a Isolda, la rubia —dijo el héroe–. Ella me curará como otras veces.
Kaherdín se ofreció a ir a Cornualles para traerla. Llevo consigo el anillo de esmeraldas que Isolda diera a Tristán. Los dos cuñados habían quedado en que, al regresar Kaherdín, si traía consigo a Isolda, la rubia, izaría una vela blanca en la nave; si no, una negra.
Pero la otra Isolda, la de las Blancas Manos, oyó la conversación sostenida entre su esposo y su hermano, y llevada por los celos, se trocó en odio hacia Tristán lo que poco antes fuera amor.
Entretanto, el héroe yacía en el lecho, incapaz de moverse. Solo vivía para la espera.
Un día, su esposa Isolda se acercó a él y le dijo: —Regresa Kaherdín. Su embarcación se ve a lo lejos.
— ¿De qué color es la vela? —preguntó ansioso Tristán.
Entonces Tristán volvióse bruscamente contra la pared mientras su corazón latía locamente. Deja oír tres grandes suspiros, y tras pronunciar el nombre de Isolda, expiró.
Un momento después una nave de vela muy blanca arribó al puerto. De ella descendió Kaherdín con la hermosa y rubia Isolda.
Cuando la tan esperada amante llegó a la habitación donde yacía el cadáver de su amado, apartó a la otra Isolda autoritariamente, diciéndole:
Y tendiéndose junto al muerto, abrazó el cuerpo exánime del héroe, le besó con afán en los labios y, como si en ellos sorbiera la muerte, entregó su alma a la misericordia de Dios.
Y cuéntase que cuando el rey Marco se enteró de la muerte de los dos amantes que tantos malos ratos y disgustos le dieron, cruzó el mar, se presentó en Bretaña, donde se había desarrollado la tragedia, e hizo construir dos ricos sepulcros, uno de azul calcedonia para Isolda y otro de verde berilo para Tristán. Y puestos en ellos los dos cuerpos, siempre amados, se los
llevól a su tierra de Cornualles y los hizo colocar a derecha e izquierda del ábside de una capilla.
Al día siguiente, los fieles vieron con estupor que, aquella misma noche, había brotado en la tumba de Tristán un rosal silvestre cubierto ya de abundantes hojas, fuertes ramas y olorosas y carmíneas rosas, que fue a hundir su tallo en la tumba de Isolda.
Por tres veces cortaron el rosal los campesinos y siempre renacía tan frondoso y perfumado como antes y con la misma inclinación. Maravillados, fueron a contárselo al rey, y este ordenó:
—Que nadie lo corte, puesto que desean estar unidos hasta después de muertos.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.
El enano Alberico había muerto con el dolor de no poder recuperar el anillo de oro. Pero esta obsesión del anillo de los Nibelungos se conservaba intacta en su hijo Hagen que era, si cabe, más cruel que su padre.
El ambicioso Hagen tenía dispuesto un plan diabólico para hacerse con la ansiada joya. Para ello se servía de dos hermanos que vivían con él: Gunther y Crimilda.
Hacía tiempo que en un castillo del Rhin habitaba el joven y apuesto Gunther, rey de los Burgundios, con su hermosa hermana Crimilda, la de las largas trenzas doradas, a los que servía como consejero el pérfido Hagen.
Los súbditos de Gunther le instaban en vano a que tomara esposa para que les diera un heredero. Pero el monarca no se decidía por ninguna. Había oído hablar de la walkiria Brunilda, encerrada en un cinturón de llamas y, aun sin verla, se había enamorado locamente de ella, hasta el punto de desear hacerla su esposa.
—O Brunilda o ninguna —solía decir—. Pero, ¿cómo puede conquistarse una esposa encerrada en un círculo de fuego?
—Yo sé quién podría traerte a Brunilda —le dijo un día su consejero Hagen—. Es Sigfrido, el hombre que ha matado el dragón y que es ahora dueño absoluto del tesoro de los Nibelungos.
Seguidamente, el malvado Hagen expuso a Gunther el plan que había elaborado para conseguir que Sigfrido le entregase a la mujer que tanto amada.
Mientras tanto, Sigfrido y Brunilda gozaban juntos de las delicias de un amor verdadero y correspondido. Pero llegó un momento en que la hermosa walkiria comprendió que no debía retener a su amado en la ociosidad de una vida vulgar.
—Anda, ve a emprender las hazañas a que estás destinado —dijo a Sigfrido.
Entonces, el héroe le entregó el anillo mágico en prueba de amor y partió llevándose el caballo, el escudo y el yelmo que le hacía invisible.
No tardó en hallar a Guther y Hagen, que le salieron al paso y se le mostraron como amigos. Tanto congeniaron Sigfrido y Gunther, que llegaron incluso a celebrar el Pacto de la Sangre, consistente en jurarse fidelidad y amistad sellada con mezcla de la sangre de ambos.
Y así sucedió. Apenas el héroe bebió el filtro de amor que la misma Crimilda le ofreció, olvidó a Brunilda, la fidelidad que le había jurado y todo lo demás: y ya no tuvo ojos más que para Crimilda; se sintió fascinado por ella y deseó hacerla su esposa inmediatamente.
—¡Oh Gunther! —le dijo—. Te ruego me concedas a tu hermosa y dulce hermana Crimilda por esposa.
El rey de los Burgundios calló pero el pérfido Hagen habló por él en estos términos:
—Para obtener la mano de Crimilda, es preciso que traigas al rey Gunther la walkiria Brunilda.
A Sigfrido el nombre de Brunilda le pareció desconocido. El nuevo amor le había quitado la memoria y no se acordaba de nada. ¡Así era el filtro de poderoso!
Luego Hagen hizo que Gunther le dijera a Sigfrido que estaba enamorado de Brunilda Y el héroe no solo no se ofendió, sino que se ofreció para ir en persona a obtenerla para traérsela a su amigo. Se valdría de un truco consistente en adoptar la figura de Gunther mediante el yelmo mágico.
Tomado, pues, el aspecto de Gunther, Sigfrido se presentó ante su antigua amada, la tomó por la fuerza y la condujo al castillo del rey. Brunilda llevaba el anillo que la fortalecía con el recuerdo de Sigfrido, pero la llegada de aquel extranjero con el yelmo de su amado, la desconcertó en extremo.
Cuando Brunilda descubrió la atroz superchería de que el propio Sigfrido fingía ser Gunther, su primera reacción fue clamar a los dioses pidiendo justicia. Pero cuando vio que Sigfrido obraba sin entender nada, jurando con la mayor tranquilidad que jamás traiciono a nadie, la walkiria comprendió qua algo misterioso y profundo se encerraba en todo aquello.
Entretanto, la conspiración del malvado Hagen avanzaba hacia un desenlace fatal.
Las bodas de Gunther y Brunilda se celebraron al mismo tiempo que las de Sigfrido y Crimilda. Todos eran felices, menos Brunilda: la infeliz walkiria no solo no deseaba casarse con el rey, sino qua tenía que ver cómo su amado Sigfrido se casaba con Crimilda.
¡Pobre Brunilda! No había paz para ella; se hallaba en palacio, ofendida y humillada, y apenas terminó la fiesta nupcial se retiró, a sus habitaciones y lloró desesperada, meditando su venganza. Desde aquel momento no dejó un segundo tranquilo a su esposo. Todos los días le incitaba contra Sigfrido. Y tanto dijo e hizo, que al fin el rey, para complacerla y por seguir también los pérfidos consejos de Hagen, prometió desembarazarla de la odiosa presencia del héroe.
Para ello escogió un día de caza. Sigfrido había matado ya dos jabalíes y un oso, pero, sintiéndose cansado, se retiró, a descansar a la orilla de un riachuelo. El traidor Hagen, que no le abandonaba ni un segundo, le siguió hasta allí. Se había enterado de que el héroe era invulnerable en todo el cuerpo excepto por la espalda, y solo buscaba la ocasión propicia para apuñalarle a traición.
De pronto, mientras Sigfrido, sediento, se inclinaba para beber en la corriente, Hagen le hundió, rápidamente la punta de su lanza en la espalda, en el único punto de su cuerpo en que era vulnerable.
Sorprendido así a traición, Sigfrido no pudo defenderse: fulminado, cayó al suelo y murió. Gunther se precipitó sobre el cadáver, lo que le permitió oír la última palabra de su amigo: ¡Brunilda!
El traidor Hagen se abalanzó entonces sobre el muerto para apoderarse del anillo mágico que llevaba en uno de sus dedos, pero Gunther le cortó el paso para impedírselo. Pelearon un instante, hasta que vieron llegar a caballo a Brunilda. Esta fue solamente hacia Sigfrido y, llorando desconsolada y presa de vivo remordimiento, contemplo largamente a su amado.
–Que hagan una pira —ordenó.
Cuando la pira estuvo preparada, colocó sobre ella el cadáver de su amado y le prendió fuego. Después, tan pronto como las llamas se remontaban hasta el cielo, la propia Brunilda, valientemente, se arrojó entre ellas reuniéndose así con el héroe que debió ser su esposo en vida.
Poco a poco, el fuego creció de manera desmesurada y una negrísima nube de humo se elevó hacia lo alto. Arriba, en el mundo de los dioses, Loge rodeaba con sus brazos de fuego el Walhalla.
Y mientras abajo, en la tierra, Sigfrido y Brunilda se quemaban en la misma pira, arriba también los dioses ardían en el mismo fuego que los dos amantes. Instantes después, hasta las cópulas doradas, enormes, del Walhalla, se agrietaron y se disgregaron como polvo.
Era el crepúsculo de los dioses.
Del anillo mágico no quedaba nada. Sólo un momento se vio un vivo fulgor, que desapareció rápidamente como una estrella fugaz. Luego, el agua del Rhin, venida de no se sabe dónde, fue cubriendo lentamente todas las cenizas y se llevó consigo el oro que nunca se le debió quitar.
Cuando Crimilda supo la muerte de Sigfrido se mostró inconsolable, y ya no pensó en otra cosa que en vengar a su esposo.
Años más tarde, se casó con Atila, rey de los Hunos. Y desde el día de su boda, Crimilda no hizo ya sino azuzar a su marido contra su hermano Gunther y su malvado consejero Hagen, a los que culpaba de la muerte de Sigfrido.
Cierto día, cuando todo parecía olvidado, Crimilda organizó una fiesta a la que invitó a Gunther, a Hagen y a los principales jefes y guerreros de los Burgundios. Nadie sospechaba nada y todos, por tanto, aceptaron gozosos el convite. Pero apenas los invitados se sentaron a la mesa en la gran sala del banquete, los guerreros hunos, apostados por Crimilda, surgieron por todas partes y con sus espadas desenvainadas mataron a todos los desprevenidos invitados.
Un guerrero burgundio, antes de morir, mató de una puñalada a la desgraciada Crimilda. Y se cuenta que de aquella terrible matanza solo escapó con vida el joven Teodorico, que más tarde fue rey de los Amalos y de Italia.
Así quedo cumplida la maldición del enano Alberico: el tesoro de los Nibelungos no dio al mundo más que destrucción y muerte, hasta quedar otra vez sepultado en el fondo del Rhin.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.