Ruy Velázquez, señor de Villarén, casó con doña Lambra, orgullosa e intrigante dama que se unió a él tanto por inclinación como por razón de Estado.
Cuando toda “una multitud de huéspedes llenaban el palacio y los jardines del señor de Villarén, tomando parte en los regocijos que se celebraban en obsequio de la recien casada, esta se mostraba ajena al general contento”.
Sentada junto a una ventana, en actitud meditabunda, su rostro distaba mucho de reflejar la alegría que parecía natural en aquella ocasión. Sus ojos no cesaban de fijarse en un grupo de siete caballeros, los hijos de don Gonzalo Bustos, señor de Salas de Lara y pariente de Ruy Velázquez.
Todo ello se debía a que doña Lambra se consideraba gravemente ofendida porque al dirigirse a la iglesia la comitiva, se había suscitado una riña, pronto apaciguada por los amigos, entre un primo de la novia y el menor de los hijos de Gonzalo Bustos, llamado González.
Este era la razón del desprecio, del odio, con que la orgullosa doña Lambra miraba al joven González. Y, como si de él hubiera recibido un gran insulto, la altiva dama estaba ya pensando coma podría vengarse devolviéndolo.
Pronto halló el medio, que creyó el mejor, el más duro. Incapaz de moderar por más tiempo su rencor, llamó a un criado y le ordenó que fuese a insultar a los siete infantes, indicándole para ello un medio, el más eficaz que a la sazón se conocía. Consistía en arrojar un cohombro lleno de sangre sobre aquel a quien se quería ajar, afrenta que se consideraba coma la más audaz que pudiera dirigirse a un hombre de honor.
Confiando el insolente criado en la protección de su ama, acercóse al lugar donde estaban los siete hijos de Gonzalo Bustos y, tomando bien sus medidas para no errar el tiro, arrojó el cohombro sobre González, corriendo inmediatamente a refugiarse a los pies de la dama, para sustraerse de este modo a la justa ira de los sorprendidos e indignados hermanos.
Y dice el novelista Trueba que acto seguido se precipitaron los siete jóvenes, con las espadas desnudas, sobre doña Lambra, quien exclamó con tono orgulloso y altanero:
—Deteneos, caballeros, u os arrepentiréis de vuestra precipitación. Este mozo es mi protegido y consideraré un insulto personal el menor daño que a él se le haga.
—En vano amenazáis, señora —respondieron a una los siete hermanos–. Este infame ha de morir.
Al oír esto, el mozo quiso cubrirse con los paños del manto de su ama, pero los de Lara no respetaron ese Lugar y, a despecho de los gritos del culpable y de las amenazas de la dama, González le sacó de su refugio tirándole por los cabellos y a estocadas le dejaron yerto, tiñendo con su sangre el manta nupcial de doña Lambra.
Presagio funesto sin duda, pero en el cual ningún reparo hicieron entonces los siete infantes de Lara.
Entre las diversas personas que acudieron al lugar donde acababa de pasar esta sangrienta escena, se hallaba también el recién casado, Ruy Velázquez, a cuya vista su esposa exclamó furiosa:
–iVenganza, señor, venganza! Si tenéis corazón de hombre, vengadme del ultraje que acaban de causarme esos insolentes hermanos.
Pero los infantes de Lara sonrieron desdeñosamente y, enjugando sus espadas humeantes aún con la sangre de su víctima, se retiraron pausadamente, sin que Ruy Velázquez intentara siquiera detenerlos.
—¿Acaso les tienes miedo? —le preguntó con furia doña Lambra.
Al hallarse solos los dos nuevos y ya poco felices esposos desahogaron su furor, no pensando más que en vengar la ofensa. Lo primero que se le ocurrió a Ruy Velázquez fue desafiar a los infantes, acompañado de otros seis amigos de confianza, para que resultaran siete contra siete.
Esta idea no le pareció bien a doña Lambra, por el riesgo qua corría de quedarse viuda, ya que su marido podría ser quien muriese en la lucha.
—Lo mejor —dijo— será acudir a la astucia y no a la fuerza, porque unos hombres tan viles, que acaban de cometer un asesinato, no merecen ser tratados coma caballeros.
Inmediatamente trazó, pues, su plan y, tanto insistió en que había que ponerlo en práctica, incluso por razones políticas, que su marido, aunque al principio lo mirara con repugnancia, como indigna villanía, acabó par aceptarlo realizándolo.
Para ello, Ruy Velázquez fingió que olvidaba todo lo ocurrido, deseando restablecer las buenas relaciones entre las dos familias e invitó a Gonzalo Bustos y a sus siete hijos a un espléndido banquete, con el que quedó sellada la paz y armonía entre unos y otros.
La misma doña Lambra, disimulando su furor vengativo, abrazó en él a González, que era a quien más odiaba de los siete hermanos.
Transcurrió algún tiempo, y un día presentóse Ruy Velázquez en casa de Gonzalo Bustos para hacerle un encargo importantísimo. Le dijo que el rey moro de Córdoba le debía una gran cantidad y que él había pensado que nadie más adecuado para ir a reclamársela en su nombre que Bustos, por su gran respetabilidad y rectitud, de todos conocida.
Y añadió, para conquistarle:
—Tanto más deseo que aceptéis el encargo de esta embajada cuanto que el importe lo destino a dote de mi hija, a quien deseo con toda mi alma casar con vuestro primogénito.
Ni que decir tiene que la demanda del falso amigo fue aceptada en el acto y Gonzalo Bustos partió para Córdoba, siendo portador de una carta dirigida al rey escrita en árabe. Pero lo que la carta pedía al soberano moro era que, al recibirla, matara al portador, con lo cual quedaría cancelada la deuda.
Algo más humano que el malvado y pérfido señor de Villarén fue el válido del rey moro, Almanzor, que actuaba por éste en todo. Y lo que hizo, después de romper en pedazos la carta, fue limitarse a encerrar en una mazmorra al portador de la infame carta, con la intención de que allí quedara de por vida. Esto le permitió al moro responder al malvado de Villarén, mintiendo a medias.
“…Ya no volverá a molestaros nunca más la vista de vuestro enemigo —le decía—, pues vuestros deseos se han cumplido.”
Así quedó realizada la primera parte del diabólico plan ideado por doña Lambra, pero faltaba la segunda. Esta consistió en decides a los siete infantes:
—Vuestro padre ha sido asesinado por el rey moro de Córdoba. Y tanta es la indignación de mi esposo, Ruy Velázquez, que el mismo se ofrece a ir con vosotros en la guerra que es necesario declararle, para vengar la muerte del buen Gonzalo Bustos.
Todo se hizo como se había planeado, pero el fingido amigo dio parte secretamente al rey moro de las escasas fuerzas con que se contaba y de que él retiraría las suyas a poco de comenzar la batalla, dejando solos a los siete infantes con los pocos amigos fieles, cuya resistencia poco podía durar.
Ruy Velázquez, señor de Villareal, se había convertido, por tanto, en el más vil traidor, deshonra de caballeros y de militantes en un ejército cristiano.
Los siete infantes de Lara lucharon heroicamente a pesar de aquella infame celada de que habían sido víctimas; pero por más que vendieran bien caras sus vidas no quedó ni uno solo de ellos. Las siete cabezas fueron cortadas por los moros y enviadas como trofeo do guerra al rey de Córdoba, Almanzor.
Y se cuenta que, puestas en unas fuentes, como otros tantos platos más, fueron servidas al desdichado Gonzalo Bustos en tan banquete dado en su honor por el rey, quien, compadecido al fin, al ver que su inmenso dolor degeneraba en locura, siempre mirada con religioso respeto por los musulmanes, le dijo:
—Quedáis en libertad “gracias a las suplicas de mi hermana”.
De esta mujer se dice que Gonzalo Bustos tuvo un hijo llamado Mudarra González, principio y fundador del linaje nobilísimo en España de los Manriques.
Otra versión refiere que al tener Almanzor las siete cabezas de los infantes de Lara y la de su viejo ayo Munno Salido, que luchó a su lado valerosamente, ordenó que las ocho cabezas fueran lavadas con vino para limpiarlas de la sangre y las hizo colocar en fila sobre una sábana blanca.
Entonces, el propio rey fue a sacar de la cárcel a don Gonzalo y se las mostró como si no supiera de quienes eran. Tal fue la terrible impresión del desgraciado padre, que cayó en tierra sin conocimiento. Pero al recobrarlo, deshecho en llanto, las fue cogiendo amorosamente y, como si aún hablara con sus hijos, iba recordando en alta voz los nobles hechos de cada uno.
Luego, de pronto, apoderándose de una espada que hallo a mano, se lanzó contra un grupo de alguaciles que estaban presentes y, antes que nadie pudiera impedirlo, mató a siete de ellos, pidiendo después a Almanzor:
—Matadme ahora a mí.
Pero aunque eso se aprestaban a hacer los moros presentes, sin embargo, compadecido el rey árabe, ordenó que nadie se atreviera a tocarlo. Y tan grandes eran el llanto y la desesperación del infeliz padre, que hasta a los mismos moros presentes se les saltaban las lágrimas ante semejante espectáculo.
Y la mora de noble estirpe que de él cuidaba en la prisión se le acercó para decirle:
–Esforzaos, señor don Gonzalo, en recobrar un poco la serenidad, cesad en vuestro inútil llanto, que yo misma perdí doce hijos que eran muy buenos caballeros y me los mataron juntos en una batalla en un solo día; pero no por eso deje de luchar con el dolor, dándome ánimos yo misma, ni pensé en matarme, ni en dejarme morir de pena. Y pues yo, que soy mujer, me mantuve fuerte, ¿cuanta más razón hay para que lo hagas tú, que eres hombre? Por mucho que llores y te desesperes, nunca podrás recobrar a tus hijos. ¿Y de qué sirve, qué bien ha de acarrear el que ahora te dejes morir tú?
Entonces el rey Almanzor intervino para decir: —Gonzalo Bustos, siento vivo pesar por el que a ti te aflige hoy, y decido dejarte Libre de tu prisión, dándote cuanto hubieres menester para que, llevándote contigo las cabezas de tus hijos, puedas regresar a tu tierra y a la compañía y consuelo de tu mujer doña Sancha.
Gonzalo, muy agradecido, y con ofrecimientos de corresponder a su bondad, si in ocasión se presentaba algún día, iba a retirarse, cuando la hermana del rey le llamó aparte para decirle en secreto:
—Señor, de nuestros amores ha quedado fruto. Decidme que es lo que debo hacer cuando llegue la ocasión del alumbramiento.
Don Gonzalo se quitó entonces un anillo que llevaba y partiéndolo en dos mitades le dio una, diciéndole:
—El que presente en mi tierra esta mitad, será reconocido como hijo mío.
Y este fue, como ya se dijo, el después famoso Mudarra, que vengó la muerte de los siete infantes de Lara, matando a Ruy Velázquez.
Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.