Hoy me encontré escribiendo sin parar, al entrar la noche se me acerco me dio un beso y me dijo: Feliz Noche, mi amor, ¡Te amo!…
Cuando voltee para verla sonreír recordé, que ella falleció hace un año…vivo solo.
Compartida por: Mr. J
Aquella tarde soleada del mes de marzo de 1912, quedaría en la mente de Alfonso Guzmán grabada para siempre. Jamás la podría olvidar, ya que como el decía lo habían espantado «por ay por la Reforma». Alfonso era un cochero de los buenos y con clientela de lo más granado de la sociedad chapina, siempre le buscaban para sus servicios de transporte y no digamos los señoritos o chancles capitalinos que le contrataban cuando de echar una cana al aire se trataba los fines de semana por la noche. Alfonsito conocía todos los sitios habidos y por haber.
Aquél grupo de muchachos inquiría por el paradero del cochero; ¿dónde está Alfonso? ¡Donde «La Zopilota» le encontrás!, era la respuesta cortante que siempre se recibía.
Y allí estaba aquél hombre, ni joven ni viejo, siempre con la sonrisa a flor de labio discutiendo con otros cocheros el asunto del pésimo estado de las calles, especialmente las del Guarda Viejo, que en invierno rompían los ejes de los carruajes y en verano el polvo los ahogaba.
Siempre había discusión en aquella reunión de aurigas, unos viejos otros jóvenes, los primeros contando sus aventuras de antaño y resobando la frase de que tiempos viejos fueron mejores
Las sombras de la tarde iban cayendo poco a poco por las empedradas calles de Guatemala de La Asunción, las horas iban pasando y los minutos también con la rapidez que los cocheros se tomaban sus cuartitas de guaro blanco, haciendo bocas con tiras y revolcado.
Afuera tres indígenas discutían en lengua algo que tenía carácter económico, porque la cuenta de la «leña» no les salía, mientras las mulitas quizá aburridas de algo que no entendían ni entenderán nunca, se espantaban las moscas con la cola.
La puerta de la fonda de «La Zopilota» se vio de pronto invadida por un muchacho moreno bien plantado, hijo de conocido licenciado y político de mucho peso en el ambiente. Aquella voz casi retumbo en el pequeño estanco de licores:
— ¡Alfonso!
El auriga volvió a ver poco a poco porque ya los tragos le hacían efecto, había llegado a la cantina a las 2 de la tarde y cada tanda era copiosa y abundante.
— ¡Qué manda niño Julián?, dijo el cochero , sosteniéndose como pudo de la orilla del mostrador.
Pues, quiero que me hagás el viaje, te he buscado por todos lados y me dijeron que aquí te encontraría.
El muchacho abordó el viejo carruaje y al latigazo de Alfonso, los flacos caballos principiaron a caminar rumbo a la PIaza de Armas. El cochero ya sabía de memoria los lugares a recorrer el viernes por la tarde, las viejas casonas de la Calle de Mercaderes iban pasando en caravana aburrida ante los ojos de ambos, que poco o nada platicaban en el trayecto.
Perdone don Julián, ¿siempre lo llevaré donde mismo?…
Aquel hombre serio y con la vista perdida en el horizonte no contestaba a las preguntas que el cochero le hacía, al poco rato, le contestó con un poco de desgano y sin dejar de ver por la puerta del carruaje…
Hoy vamos a cambiar nuestra ruta, quiero dar una vuelta por La Reforma, tengo tan gratos recuerdos de allí, que hoy los quiero evocar en el lugar de los hechos…
Cuando pasaban por El Sagrario y sufriendo la inclemencias, del sol de marzo cayendo en el horizonte, quemante y penetrante uno de los «Turcos» discutía a grandes voces con uno de los más famosos pordioseros de la ciudad, al que llamaban «Pata Hueca», quien le había dicho una lanada a una de sus sobrinas, y como ya es costumbre tradicional, la policía brillaba por su ausencia, mientras que el hombre deforme y cojo se perdía entre los transeúntes del mercado central.
Todo aquél escenario de cosas y hechos ya era conocido por los dos hombres que iban en el carruaje, eran de la ciudad y todo esto en ella era corriente y común.
Las pocas luces de «La Calle Real» principiaban a encen‑
derse, mejor dicho los candiles o carbones que colocaban en las
farolas de las esquinas. . . El carruaje iba llegando a la altura de
La Concordia, cuando el cochero rompió el silencio una vez más:
—Niño Julián, ¿no cree que sea muy tarde ya, para dar la vuelta por La Reforma?
—¡No!
Aquella contestación seca y negativa hizo que Alfonso diera más rienda a las bestias y que éstas tomaran un trotesito rápido. El cochero saludó a unos amigos del mismo oficio que tomaban café por El Calvario, el clac, clac de los cascos de los cabal los se hizo más sonoro al pasar por la Penitenciaria.
— ¡Más rápido Alfonso!, dijo don Julián al cochero.
Cuando el cochero se dio cuenta, ya el puente había quedado a varios metros de distancia y el follaje de La Avenida de La Reforma principiaba a notarse con su canto de pájaros. Alfonso principió a ver muy raro al «niño Julián», ya que procedía no como siempre lo hacía.
—Más rápido Poncho, gritaba el apuesto joven desde el asiento trasero del viejo carruaje, que parecía partirse en dos por la velocidad que iba tomando. «Más rápido Alfonso» —repetía— y las bestias corriendo como almas que se lleva el diablo, echaban espuma por la boca y sudaban copiosamente, los enormes cipresales pasaban con rapidez en lado contrario, por momentos Alfonso pensaba en el chapinísimo chiste de don Chebo, que para regresar más pronto, mejor se subiría a un árbol. «Más rápido por favor», resonaba aquella voz. . . Alfonso ya no podía sacar más a sus animales, los ejes rechinaban como zapatos nuevos de soldado y por horas pensaba que todo terminaría en un momento.
Aquello tomó proporciones alarmantes, los cabal los habíanse desbocado y ahora ni la rienda y los gritos del cochero detenían a las bestias que a gran velocidad tomaban el camino que paralelo corre con los arcos.
El auriga clamaba con todos los cantos del cielo y una vez más suplicaba que las bestias se pararan. Finalmente fueron parando poco a poco, hasta que todo quedó en calma, solo una nube de polvo empaño el ambiente, era como una invitada que llegaba de ultimo.
El cochero saltó del carruaje para verificar alguna falla, pero todo estaba en buenas condiciones. A los flacos animales, ya les había pasado el susto, aquel susto que quien sabe como se inició.
–¿Y el niño Julián? —se preguntó el cochero—, abriendo la puerta del carruaje, pero no aparecía por ningún lado; pensó para sus adentros: ¿Se quedaría botado en la carrera? Al pobre Alfonso le daba vueltas la cabeza y no podía imaginar que un accidente serio se hubiera podido suscitar a su pasajero.
Emprendió el regreso y buscó en todo el camino, y por la Avenida de La Reforma, pero ni señas había del tal niño Julián, regreso nuevamente y aquel hombre como que si la tierra se lo hubiera tragado. ¡No aparecía por ningún lado! «Él tuvo la culpa, diciéndome que corriera más de la cuenta» —se decía el cochero como queriendo justificar aquello que le acusaba.»
La noche estaba obscura y para colmo de males no encontraba el fosforito para encender el viejo farol que los carruajes usaban en el lado derecho, por fin lo encontró en una de las bolsas secretas del chaleco y encendió el farolito rojo que en la amplia y silenciosa avenida identificaba at viejo carruaje.
Por razones inexplicables el auriga sintió un frio intenso que le corrió por todo el espinazo, pero continuo su camino; los arbolones iban quedando atrás y en la imaginación de Alfonso parecían fantasmas gigantes que con las manos querían tomar las nubes negras de la noche de Marzo.
Cuando vio las covachitas del «Cielito» suspiró profundo y como un demente dijo —Menos mal que ya todo pasó y ahora a buscar at niño Julián, que con alguna entretención estará por allí.
Cuando pasó por la estación alguien le llama para un viaje al Callejón del Judío, rápidamente frenó el viejo armatoste y un venerable matrimonio de ancianos honorables con su hija subieron at carruaje.
Una vez más las casas de la 9a. Avenida principiaron a pasar ante los ojos de Alfonso, como algo aburrido y tedioso y como complemento los efectos de la «goma» principiaban a hacer estragos en su humanidad, y la plática del matrimonio de ancianos la escuchaba sin querer, pero de pronto se dio cuenta que hablaban del «Niño Julián», y lo hacían en una forma muy especial, paró las orejas para escuchar mejor y siguió el hilo de la conversación.
—Tan buen muchacho y decente que era, dijo la anciana, y terció el señor confirmando; «Lo que es la vida si hoy por la mañana lo vi y me saludo tan cortésmente como siempre lo hacía”…
El cochero empezó a sentirse mal, no aguantó más y pregunto:
—Perdone don Antonio que me meta donde no me llaman, ¿pero qué fue lo que le sucedió al Niño Julián?
— ¡Ay Alfonso! —Contestó el viejo, ¿no sabes que se pegó un tiro hoy al medio día?
El viejo carruaje siguió su ruta rumbo al Callejón del Judío y su conductor iba con la vista fija en el horizonte repitiéndose la misma f rase, » no puede ser, es materialmente imposible».
Cuando llegaron a la esquina del Teatro Colon, Alfonso vio más gente de luto y aquella noticia se confirmaba, los amigos del «Niño Julián» marchaban en grupos, él los conocía, porque en diferentes ocasiones los había llevado en su viejo carruaje a muchos sitios.
El cochero no quedo en paz, hasta que no vio el cadáver del «Niño Julián», tendido en la casona del Callejón del Judío en donde vivía, las palabras las repetía casi como un demente: «No puede ser, es materialmente imposible, pero si yo lo lleve en el carruaje y se me desapareció cuando las bestias se desbocaron. No, no puede ser, que haya sido su espíritu. Bueno; quizá se despidió de mí en esa forma, pero lo veo tendido y no lo creo».
Alfonso, el cochero, querido de los muchachos estudiantes salió riendo a grandes carcajadas de aquel velorio, repitiendo las mismas palabras: «No puede ser, es materialmente imposible».
Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.
Compartida por: Anónimo
País: Guatemala