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Primero como espíritu guardián y luego como entidad maligna, el nahual fue una de las figuras más importantes de la cosmovisión de los pueblos prehispánicos.

Existen una gran variedad de seres sobrenaturales que en las noches recorren los caminos rurales o las calles citadinas. Espectros del folclor popular como “La Llorona” o el “Charro Negro” deambulan asustando a quien haya actuado mal o a cualquier escéptico que los desafié. Pero entes destaca uno de raíces prehispánicas: el nahual o nagual – palabra de origen náhuatl que deriva de nahualli, “disfrazarse”, aunque también se traduce como “doble” o “proyectado” -. No se trata precisamente de un ser de otro mundo, sino de un hombre común capaz de adoptar la forma de algún animal fantástico, don que bien pudo adquirir o en su defecto, nacer con él para convertirse en un gran perro negro con voraces ojos de fuego, una serpiente que habla o un burro sin cola ni orejas.

Hay cientos de historias que relatan sus apariciones, e incluso en la actualidad son muy populares los encuentros con ellos. Sobre todo, en las zonas rurales no faltan los pobladores que afirman haber visto una extraña bestia (gato, mula, etc.) cuyo rostro de pronto se transformó en el de un humano, o ser victima de sus malignos poderes; otros aseguran haber matado a uno creyendo que se trataba de un animal, y llevarse el susto de sus vidas tras ver el cadáver de un hombre. Sobra aclarar que de estas historias jamás quedan registros materiales, sólo el juramento de aquel que supuestamente “lo vivió”.

De lo que si hay pruebas es del origen de la leyenda. Más que un cuento para asustar incautos, su presencia encubre un interesante aspecto de la cosmovisión de los pueblos mesoamericanos. El antropólogo Francisco Rivas Castro, especialista en tradición oral del Instituto Nacional de Antropología e Historia, ha estudiado diversos códices en los que considera que estos seres aparecen – el códice Laud, el Fejervàry-Mayer y el códice Borbónico, junto con el Lienzo de Ihuitlàn del siglo XVI – y explica que el “nahual” esta presente en la tradición mexicana desde hace más de 3000 años; su figura, afirma, era para las culturas prehispánicas uno de los elementos de mayor relevancia espiritual. “A diferencia de los nahuales que hoy conocemos, en el pasado era un espíritu compañero, un guardián que todas y cada una de las personas poseía junto con la “tona”- “el calor de la vida, algo parecido al alma en la cultura cristiana –“, menciona este investigador interesado en rescatar y dignificar la imagen de los nahuales.

De esta manera ambos, “tona” y “nahual”, conviven en cada hombre, mujer y niño sin excepción, bajo la forma de un animal, que puede ser desde un pequeño ratón, hasta un enorme cocodrilo, o algún fenómeno o elemento natural, como la lluvia, el frio, el granizo, fuertes vientos e incluso los astros. Él era el encargado de cuidar y guiar a las personas a lo largo de su vida, por lo que entre hombres y nahuales existía un profundo vinculo que se rompía sólo con la muerte. Fue un historiador mexicano Alfredo López Austin (nacido en 1936) quien recuperaría esta faceta del nahual como ente protector y no como espectro diabólico.

Su connotación prehispánica es en general positiva, pero también se sabe de nahuales oscuros que causaban daño y hacían tomar decisiones equivocadas a sus compañeros humanos, así como de otros con la capacidad de transformarse en sus nahuales a voluntad. Según fray Toribio de Benavente – “Motolinea” (1482-1568)-, quienes poseían el don de la transmutación eran encargados de resguardar el conocimiento y protectores de la comunidad, por lo que ocupaban un lugar privilegiado. Estas personas por lo general eran hechiceros o sacerdotes, “pero a diferencia de lo que hoy comúnmente se cree, su función no era la de asustar o robar, sino proteger espacios sagrados y ser un vinculo con el mundo natural”, señala Rivas Castro. En la época antigua el nahual era “ojo” y “garra”. Ojo porque vigilaba que todo estuviera en orden, y garra porque tenia el poder de castigar aquellos que transgredían las reglas, menciona, citando un texto fray Juan Torquemada (1557 – 1624), “eran ellos quienes impartían las justicia”

Pero los nahuales tenían otras habilidades – también podían manejar la lluvia o el granizo según lo requirieran las cosechas (temperos), eran curanderos y dominaban el arte de la adivinación -, de las cuales dan cuenta algunos cronistas de la época como el sacerdote Hermano Ruiz de Alarcón, hermano del famoso dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón, y el misionero español Jacinto de la Serna (1600 – 1681). Este ultimo refiere en su Tratado de las idolatrías, supersticiones y costumbres la historia de Quilaztli, una nahuala que se enfrento a los conquistadores en forma de águila, y deja asentado al respecto que, dado que el nahual y el hombre están unidos, si alguno de los dos muere o es herido, tal condición se reflejara sin duda en el otro.

Con la llegada de los españoles la imagen de estos espíritus cambiaría de modo radical debido a la supresión de las idolatrías ejercida por el cristianismo. De la unión de las creencias indígenas y europeas se formaría un hibrido que derivó en la representación actual que tenemos de los nahuales, conservando su función de elementos de control de las conductas sociales: “ojo” y la “garra”, como expresa Rivas. Así, el nahual se aparece para castigar a los impuros de corazón, a los mentirosos o a los lujuriosos – es el caso de las nahualas que se convierten en hermosas mujeres con cara de caballo -; pero al tratarse de un ente que ha hecho un pacto con el demonio, según la tradición colonial, debe ser repudiado. Desde hace 500 años comenzó a perder su significado como guardián, guía y compañero hasta la muerte.

Bibliografía

Extractos sacados de Muy Interesante (2016). Mitos y Leyendas.  Editorial GyJ Televisa S.A. DE C.V

Una de esas leyendas del México antiguo que bastante tiene de horripilante: El origen de la Luna. Se refiere “al primer crimen, a la primera sangre del hombre bueno derramada sobre la tierra”, y un prosista mexicano, contemporáneo nuestro, Francisco A. Loayaza, comienza a relatar así: “Es el caer de la tarde, en los primitivos tiempos de los que, a duras penas, recuerda la memoria de los hombres.

En un sitio descampado del bosque, lejos de las chozas del poblado, los hermanos de Baipira le degüellan a machetazos, siendo el más pacífico y el más bueno de la tribu kachinawa.

Su cuerpo cae de espaladas. La cabeza desprendida rueda por el suelo, enrojeciéndolo con pequeños charcos de sangre. Y mira, fijamente, con los ojos desorbitados, a los fratricidas. Y llora. Y el viento le agita los cabellos, que le enjugan las postreras lágrimas.

En el rostro lívido de la cabeza degollada, las líneas simbólicas del tatuaje bicolor se animan y ondulan como ofidios, o se contraen, semejando garras moribundas.

Y tiemblan de pavor y de asombro los asesinos.

La cabeza degollada sonríe, entonces una sonrisa negra. Esa sonrisa temible de las tribus amazónicas, que acostumbran a teñirse los dientes con negros barnices.

Los matadores, rompiendo las malezas, cavan apresuradamente un hoyo. Arrojan adentro primeramente el cuerpo y después la cabeza de Baipira. Y echan encima tierra, mucha tierra, y troncos de árboles. Y luego tornan a sus cabañas, siguiendo la ruta del Sol que ya declina.

Pero…al volver la cara atrás, ven que brota de su entierro la cabeza de Baipira, y que, rodando de un lado para otro, sigue tras ellos.

Y se internan en el bosque. Y se arrojan al río nadando presurosos. Y al llegar a la otra orilla ven, aterrorizados, que allí también está la cabeza perseguidora con su sonrisa negra”.

Para abreviar me limitaré a decir ahora que cuando los asesinos, huyendo siempre aterrorizados de aquella cabeza que anda y habla, se refugian en las chozas de su tribu, reclamando a gritos el auxilio de todos sus habitantes, la cabeza parlante les dice: “¡Oh, kachinawas! Me han muerto injustamente. Me han degollado, envidiosos y cobardes. Y por eso he adquirido el poder de transformarme según mi voluntad. ¿Y en qué te transformaras? – irrumpe el más viejo y tatuado de la tribu.

Y responde la cabeza: “Si me transformo en pez, me pescarían para alimentarse; si en agua, me beberían para calmar la sed; si en el Sol, me aprovecharían para calentarse en las estaciones frías. Pero no será así. ¡Los fratricidas no merecen beneficios, sino terribles castigos!

¡Voy a transformarme en Luna…! ¡Ay de los kachinawas fratricidas! Por sus culpas las serpientes se multiplicarán; los ríos saldrán de cauce, y arrasarán  las sementeras; las maderas de las canoas se pudrirán; las semillas en los sembríos no germinarán. Y vendrá una plaga más fuerte y más terrible. La plaga de unos hombres blancos. ¡Ellos robarán vuestros hijos, violarán vuestras mujeres y os matarán sin misericordia!

Y diciendo esto, grita suplicante – Denme un rollo de hilo -. Y lo que ha pedido le alcanza una anciana. Luego la cabeza lanza un silbido. Y se oye como si una flecha emplumada atravesase el espacio. Aparece, batiendo las alas, el urubú, el ave divina. Y toma con el pico un extremo del hilo, del rollo que trajo la anciana, y vuela hacia el cielo desenrollándolo.

Después la cabeza de Baipira toma el otro extremo con los dientes y lo engulle poco a poco. La delgada cuerda sale por entre el cuello cercenado que aun gotea sangre.

Y así, entre el asombro de la tribu, la cabeza de Baipira va alzándose lentamente, engullendo la cuerda, rumbo hacia las nubes. Y más arriba, muy arriba, se transforma en la Luna. Sus ojos se desprenden y se convierten en dos estrellas. Y las gotas de sangre de su cuello se extienden y se esfuman en la inmensidad de los cielos hasta formar un arco iris”.

Perés, Ramón. (1973). La Leyenda y el Cuento Populares. Barcelona: Editorial Ramon Sopena, S.A

Flor —hermosa india de grandes ojos negros— ama­ba a un joven indio llamado Agil. Este pertenecía a una tribu enemiga y, por tanto, sólo podían verse a es­condidas.

Al atardecer, cuando el Sol en el horizonte arde como una inmensa ascua, los dos novios se reunían en un bosquecillo, junto a un arroyo cantarín y juguetón, que ponía un reflejo plateado en la penumbra verde.

Los dos jóvenes podían verse solo unos minutos, pues de lo contrario hubieran despertado las sospechas de la tribu de Flor. Una amiga de esta —amiga fea, odiosa—, descubrió un día el secreto de la joven y se apresuró a comunicárselo al jefe de la tribu. Y Flor no pudo ver más a Agil.

La Luna, que conocía la pena del indio enamorado, le dijo una noche:

—Ayer vi a Flor, que lloraba amargamente, pues la quieren hacer casar con un Indio de su tribu. Desespe­rada pedía al dios Tupa que le quitara la vida, que hi­ciera cualquier cosa, con tal de librarla de aquella boda horrible. Tupa oyó la súplica de Flor: no la hizo morir, pero la transformó en una Flor. Esto último me lo conto mi amigo el Viento.

—Dime, Luna, ¿en qué clase de flor ha sido conver­tida mi enamorada?

— ¡Ay, amigo, eso no lo sé yo ni lo sabe tampoco el Viento!

— ¡Tupá, Tupa! —Gimió Agil—. Yo sé que en los pétalos de Flor reconoceré el sabor de sus besos. Yo sé que la he de encontrar. Ayúdame a encontrarla, tú que todo lo puedes!

Y el cuerpo de Agil —ante el asombro de la Luna ‑ fue disminuyendo, disminuyendo, hasta quedar conver­tido en un pequeño y delicado pájaro multicolor, que salió volando apresuradamente. Era un colibrí.

Desde entonces, el novio triste, en esa bella meta­morfosis, pasó sus días buscando ávida y rápidamente los labios de las flores buscando una, solo una.

Pero, según dicen los indios más viejos de las tri­bus, todavía no la ha encontrado.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.