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Fue al caer de la tarde, en los primeros tiempos de los que, a duras penas, recuerda la memoria de los hom­bres.

En un sitio descampado del bosque, lejos de las chozas del poblado, los hermanos de Baipira le degollaron a machetazos, a pesar de ser el más bueno y el más pacífico de la tribu mejicana de los kachinawas.
Su cuerpo cayó de espaldas. La cabeza desprendida rodó por el suelo, enrojeciéndolo con pequeños charcos de sangre. Y miraba, fijamente, con los ojos desorbitados, a los fratricidas. Y lloraba. Y el viento le agitaba los cabellos, que le enjugaban las postreras lágrimas.
En el rostro lívido de la cabeza degollada, las líneas simbólicas del tatuaje bicolor se animaban y ondulaban como ofidios, o se contraían, semejando garras mori­bundas. Y luego la cabeza exclamó:

— ¡Ay de mis hermanos kachinawas!

Y temblaban de pavor y de asombro los asesinos.

La cabeza degollada sonrió, entonces, con una sonri­sa negra. Esa sonrisa terrible de las tribus amazónicas, que acostumbran teñirse los dientes con negros barnices.

Los asesinos, rompiendo las malezas, cavaron apre­suradamente un hoyo y arrojaron primeramente el cuer­po y después la cabeza de Baipira. Y echaron encima tierra, mucha tierra y troncos de árboles. Y luego re­gresaron a sus cabañas, siguiendo la ruta del Sol, que ya declinaba.

Pero… al volver la cara atrás, vieron que brotaba de su entierro la cabeza de Baipira, y que, rodando de un lado para otro, seguía tras ellos.

Corriendo, se internaron en el bosque y se arrojaron al río, nadando presurosos. Y al llegar a la otra orilla vieron, atemorizados, que allí también estaba la cabeza perseguidora con su sonrisa negra.

Los asesinos, huyendo siempre aterrados de aquella cabeza que les seguía y hablaba, se refugiaron en las chozas de su tribu, reclamando a gritos el auxilio de todos sus habitantes, pero la cabeza parlante les dijo:

  • ¡0h, kachinawas! Me habéis matado injustamente. Me habéis degollado, envidiosos y cobardes. Y por eso he adquirido el poder de transformarme según mi vo­

— ¿Y en qué te transformarás? —le interrumpió el más viejo y tatuado de la tribu.

Y respondió la cabeza:

  • Si me transformo en pez, me pescarían para ali­mentarse; si en agua, me beberían para calmar la sed; si en madera, les serviría para encender el fuego; si en el Sol, me aprovecharían para calentarse en las estacio­nes frías. Pero no será así. ¡Los fratricidas no merecen beneficios, sino terribles castigos!

La cabeza hizo una pausa, miró fijamente a todos los reunidos y prosiguió con voz lúgubre:

—Voy a transformarme en luna… ¡Ah de los kachi­nawas fratricidas! Por su culpa las serpientes se multi­plicaran; los ríos saldrán del cauce, y arrasaran las se­menteras; las maderas de las canoas se pudrirán; las semillas en los sembrados no germinaran. Y vendrá una plaga más fuerte y más terrible. La plaga de unos hom­bres blancos. ¡Ellos robaran vuestros hijos, violaran vuestras mujeres y os matarán sin misericordia!

Y diciendo esto, gritó suplicante:

—Dadme un rollo de hilo.

Una anciana le alcanzó lo que pedía. Entonces la ca­beza dio un silbido y se oyó como si una flecha em­plumada atravesara el espacio. Inmediatamente apa­reció, batiendo alas, el uribú (especie de buitre ameri­cano), el ave divina. Y tomando con el pico un extremo del hilo, del rollo que trajo la anciana, voló hacia el cie­lo, desenrollándolo.

Después, la cabeza de Baipira tomó el otro extremo con los dientes y lo engulló poco a poco. La delgada cuerda no tardó en salir por entre el cuello cercenado que aún goteaba sangre.

Y así, entre el asombro de la tribu, la cabeza de Bai­pira fue alzándose lentamente, engullendo la cuerda, rumbo hacia las nubes. Hasta que arriba, muy arriba, se transformó en la Luna. Sus ojos se desprendieron para convertirse luego en estrellas.

Y las gotas de sangre de su cuello se extendieron y se esfumaron en la inmensidad de los cielos hasta formar el arco iris.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.