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Varias horas habían transcurrido desde el momento en que el Gran Zotz de la noche cubrió con sus alas enormes a Panimaché, cuando del Palacio del Ajau Calel, su padre, salió un joven y apuesto mancebo a quien todos allí conocían con el nombre de Utzil. Aprovechaba éste las sombras de la noche para salir de su patria, en la que gozaba de la reputación de ser el guerrero cuyas flechas habían dado muerte al mayor número de tzutujiles, para que nadie se diera cuenta, incluso su padre, de que salía con rumbo a Kumarkaaj. Los dioses, por boca del Ah-tzité, le habían pronosticado que en esa ciudad quiché tenía que realizar una gran hazaña que daría gloria a su pueblo.

Días antes, como era costumbre hacerlo entre las cakchiqueles cuando llegaban a determinada edad, había consultado al Ah-tzité. Este, después de haber pasado tres días con sus noches en las más latas cumbres, consultando a los astros y escuchando el murmullo de la voz de Dios, le había dicho:

-“Utzil, toma tu arco y tus flechas; y cuando el Gran Zotz de la noche haya cubierto con sus alas a Panimaché, sal de ella y marcha a Kumarkaaj.

Honores y glorias para vos y para nuestro pueblo os esperan allá. ¡Marchad pronto! ¡Chamalcán, que os habla por mi boca, os ordena hacerlo así!”

Y por esta causa salía el joven mancebo cakchiquel aquella noche, sin más avíos que su arco y su flecha.

El camino obligado para ir a Kumarkaaj era por el de Tzololyá. Utzil no podía tomar esta ruta, porque el Ajau de ese lugar era enemigo mortal de su padre. Se vió obligado, pues, a variarla, teniendo que atravesar, para lograr su fin, la árida y larga extensión de terreno que separaba a su patria del lugar a donde los dioses le habían ordenado que fuera.

Días de fatiga y soledad tuvo que soportar durante la travesía del desierto. Caminaba, sin embargo, sobre sus arenas con la paciencia de un iluminado a cuyo ser le daba cada día nuevos ímpetus y brios la secreta voz que le había anunciado días de gloria y de ventura para él y para su pueblo. ¿Qué importaban, pensaba, estas fatigas y esta desolación si en cambio Panimaché iba a ser grande?

Un día sus fuerzas se agotaron. La sed, que en el ser humano parece agigantarse ante la contemplación de los terrenos áridos, se apoderó de él. En la parte de la travesía en donde se hallaba no había un solo sitio en qué apagarla, iba a caer en la más amarga de las desesperaciones, cuando recordó que a pocas leguas de distancia estaba el Quiscap, riachuelo en cuyas aguas bebería hasta saciarse. Nuevos ímpetus se apoderaron de su ser, violentando el paso para llegar pronto al sitio en que se hallaba el riachuelo bienhechor. Mientras caminaba, su vista se entretenía en contemplar el azul maravilloso del cielo, en el cual, en forma de nube, le parecía ver el rostro de Chamalcán instándolo a no desmayar en sus propósitos.

Al caer la tarde llegó al término de la jornada que se había impuesto. Sorprendido quedó al notar que las aguas del Quiscap se habían secado. De ellas, antes límpidas y frescas como el rocío de la mañana, no quedaba más que un bache de agua fétida y nauseabunda. Al darse cuenta de la esterilidad de sus esfuerzos por apagar la sed, sus ojos, que hasta entonces no habían llorado, dejaron caer una lágrima amarga como las flores de pito. De seguir así, por muy animoso que fuera, pronto llegaría el momento en que su carne flaca y agotada no podría resistir por más tiempo la dura prueba a que era sometida.

¡Instantes de vacilación, largos como un kalabactum, vivió en esos momentos el apuesto Utzil! ¡La sed y la fatiga estuvieron a punto de hacer fracasar los designios de los dioses que a él lo habían escogido como su ejecutor!

Unos momentos de descanso, pensó, harán el milagro de darme fuerzas para continuar la marcha, y se sentó sobre una piedra a meditar. Meditando se hallaba cuando fue presa de un sueño que duró quien sabe cuántas horas.

Dulce y apacible fue su sueño. Durante él, confundido entre mil volutas de pom, se le apreció Chamalcán trayendo en sus manos un ánfora preciosa cuyo contenido, un líquido blanquecino y aromado, le invitó a beber. Temeroso al principio, y confiado después al notar que la bebida no le hacía daño, Utzil la apuró hasta dejar el ánfora completamente vacía. Cuando en ella no quedaba ni una sola gota de la deliciosa bebida, sus oídos escucharon la voz del dios que le decía:

-“Has hecho bien, Utzil, en beber el divino nixtamal, pues para vos lo preparó expresamente Ixmucané, la Gran Abuela, que os contempla desde el mismo Corazón del Cielo. Por haberlo bebido, desde hoy vuestros pies tendrán alas; desde hoy vuestras flechas tendrán ojos para caer siempre en el sitio a donde las dirijáis; desde hoy serás tan fuerte como un dios; desde hoy todo cuanto deseéis se realizará; y desde hoy todo lo que vuestras manos hagan será obra hecha por los dioses. ¡Pero que no os vaya a dominar el orgullo…! ¡Y ahora, despertad y continuad vuestra marcha a Kumarkaaj!.

Cuando Utzil volvió en sí, estaba poseído de una fuerza y de un poder extraños. La sed y el cansancio lo habían abandonado por completo. Encontrándose, pues, en tan buenas condiciones dispuso seguir la marcha. Ceñíase a la espalda el arco y el cacaj, e iba a iniciar nuevamente en sus andanzas, cuando escuchó un lamento quejumbroso y triste. Volvió la vista al sitio de donde aquél parecía proceder, tropezando sus ojos con un pobre caimán que, como él horas antes, moría de sed. A Utzil no le habían endurecido el corazón ni las guerras ni las matanzas. Le agradaba ser bueno con sus semejantes y bueno con los animales, porque los dioses toman muchas veces la forma de éstos para venir a la tierra. Así, pues, compadecido, se acercó al sitio en que se hallaba la sedienta bestia. La tomó en sus brazos, depositándola inmediatamente en las aguas del charco. No bien dejó a la bestia allí, las aguas, antes nauseabundas y fétidas, se tornaron azules y principiaron a crecer en forma inusitada.

Entonces fue cuando Utzil se dio cuenta de que en verdad los dioses le había dotado de sobrenaturales poderes. Agradecido por esta nueva bondad de Chamalcán, elevó al cielo sus ojos para darle las gracias, y emprendío la marcha que no cesaría hasta llegar a Kumarkaaj.

Y así fue. Cuando el primer rayo de sol principiaba a dorar con su fino polvo de oro los frisos del templo de Tohil, las plantas del mancebo cakchiquel hollaban por vez primera las sagradas tierras de Kumarkaaj y subían a una colina desde la cual elevó sus oraciones a los dioses:

-“!Tu, mi Dios, Tú, mi Señor Sol –dijo-, qué hermoso y brillante me estás viendo! ¡Eres mejor que el malvado aguacero que no tiene piedad para los pobres y miserables! ¡Tú, mi Señor Sol, cuidas mucho a tus pobres hijos! ¡Salgan pronto todos vuestros rayos, para que su luz me bañe completamente!”.

Terminaba su oración cuando fue tomado preso por dos guerreros de los que cuidaban las fonteras. Su calidad de extranjero fue la causa de que lo tomaran por esía de alguna tribu enemiga, y de que lo llevaran a presencia de Ajau encargado de administrar justicia. Este, al darse cuenta de que Utzil era cakchiquel –tribu enemiga de los quichés-, sin oírlo casi, dispuso que lo encarcelaran mientras el soberano disponía qué se hacía con él.

A una obscura y lóbrega mazmorra, cuyos muros no eran atravesados ni por el más leve rayo de sol, lo llevaron. De no haber sido Utzil hijo de pueblo cakchiquel, que tanto respetaba a sus dioses, habría pensado que esta desventura que le sobrevenía era una mala pasada que ellos le jugaban. Lejos de desesperar, tomó la pérdida de su libertad como un hecho natural que estaba escrito sucediera antes de realizar los desconocidos designios que los dioses le habían ordenado ejecutara.

Una mañana, por fin, penetró a su celda el primer rayo del sol. Llegó a visitarlo al Ajau Porón, acompañado de su hija Zacar, que era más bella que todas las orquídeas que brotan en los chajás quicheleños. Hacía muchos años, cuando quichés y cakchiqueles eran amigos, que el Ajau Calel, padre de Utzil, durante una cacería de trigrillos, había salvado la vida a Porón. Iba éste ahora, pues, a cancelar aquella deuda, manifestándole al cakchiquel que el Gran Ajau Gucumatz le concedía la libertad, a condición de que el mancebo prometira tomar parte en la Danza de la Mazorca, rito sagrado quiché que iba a tener lugar durante las próximas festividades en honor a Tohil.

Este rito del pueblo quiché era celebrado desde tiempos inmemoriales. Consistía en lo siguiente: el Ajau destinado de antemano para hacer tal cosa lanzaba al aire la mejor maazorca del maíz de la cosecha del año anterior, la cual debía ser sostenida en el aire, hasta botarle el último grano, por las flechas que incesantemente lanzaban sobre ella los 13 mejores flecheros, escogidos de antemano, y que eran 13 en honor a las 13 divinidades…

Enterado Utzil de lo que tenía que hacer durante la danza, aceptó participar en ella. Inmediatamente fue puesto en libertad. Pero cuenta la leyenda que ese mismo día cayó prisionero en otra cárcel. En la de los encantos de Zacar, de quien quedó prendado desde el instante en que llegó a la celda.

El día destinado para la celebración de la Danza de la Mazorca, tan esperado por el pueblo quiché que en esta forma pedía la protección de Tohil, llegó por fin. La plaza de Kumarkaaj, en cuyo centro se había colocado un altar sobre el que estaba la imagen de piedra del Dios, hallábase pletórica de gente. En el lugar reservado a los Ajaus, podía verse a Gucumutz, rodeado de toda su corte, a la que daba más brillo y belleza la presencia de Zacar. Minutos antes de que diera principio la ceremonioa, fueron llegando, uno a continuación del otro, los flecheros que iban a tomar parte en el rito. El último en llegar fue Utzil, el cual, después de dar una vuelta a la plaza, como era de ritual, llegó al sition en que se hallaba Gucumatz, ante quien hizo una venia; hecho esto depositó arco y carcaj a los pies de Tohil, dirigiéndose, acto seguido, a ocupar su sitio. Cuando esto hizo lanzó una mirada de fueto a Zacar. Tan entretenidos se hallaban todos los presentes en seguir uno a uno los preparativos de la fiesta, que sólo Chojinel, que amaba a Zacar sin ser correspondido, se dio cuenta de esta mirada que fue retribuida por los ojos de la bella virgen quiché.

Cuando los doce flecheros y Utzil, que contemplaba el 13 ritual, tomaron al colocación que de antemano se les había fijado, el Ajau Porón lanzó al aire la mazorca. Acto continuo fueron cayendo sobre ella doce flechas que la hicieron bailar en los aires. Utzil permaneció en su sitio sin que su arco disparara una sola flecha. Gran indignación produjo su actitud entre los espectadores, quienes no lanzaron ni el más leve  grito de protesta, temerosos de que si lo lanzaban podían distraer la atención de los flecheros y hacer fracasar la danza ritual. Al caer la mazorca completamente desgranada a los pies de la imagen de Tohil, tuvo lugar una protesta general. El pueblo, a coro, pedía que Utzil fuera sacrificado para que las iras del Dios, que seguramente caerían sobre él, se calmaran. Dos de los mismos flecheros tomaron a Utzil, llevándolo a presencia de Gucumatz, quien, ciego de cólera, le dijo:

-Imprudente extranjero, habéis ofendido a nuestros dioses y a nuestro pueblo. La ofensa que a ellos y a nosotros habéis inferido no puede ser perdonada. ¡Voy a dar orden para que os sacrifiquen inmediatamente para que se calmen las iras de Tohil! ¡Apartaos de mi presencia!

-¡Oh, tú, Gucumatz, Gran Ajau de Kumarkaaj- dijo Utzil, cuando el monarca terminó de hablar-, calmad vuestra ira y escuchad a este extranjero a quien llamáis imprudente! ¡Mi intención, al no tomar parte en la danza, no fue la de inferiros agravio a vos, a vuestro pueblo y a vuestros dioses, que también son los míos! ¡Fui guiado por la idea de serles más grato haciendo yo solo lo que han hecho vuestros doce flecheros! ¡Otorgadme la gracia de que rinda a Tohil este homenaje, prometiéndoos que si no soy capaz de realizarlo gustoso daré mi vida!

-Si ésta fue vuestra intención, imprudente extranjero, concedida está la gracia que me solicitáis. Pero, ¡ay de ti y de tu pueblo! Si fracasáis en la prueba.

Se dispuso todo como se había hecho antes; manifestando Utzil al Ajau encargado de lanzar la mazorca que lo único que solicitaba era que los flecheros le pasaran las flechas con presteza. El Ajau ordenó que los mismos doce flecheros fueran los encargados de hacerlo y lanzó nuevamente al aire la mazorca.

Solamente dos o tres granos faltaban por caer de la mazorca, que Utzil con sus flechas había hecho bailar en forma magistral, cuando el flechero destinado a darle la última flecha, que era su rival Chojinel, en lugar de darla a Utzil la dejó caer al suelo. Ciego de cólera el mancebo cakchiquel la recogió hundiéndola, acto seguido, en el pecho de Chojinel, que, bañado en sangre, cayó a los pies del altar de Tohil.

El pueblo y los Ajaus, encolerizados, pedían la vida del imprudente extranjero que se había atrevido a ofender a los dioses, produciéndose una confusión general que fue aprovechada por Utzil para saltar a la tribuna en que se hallaba Zacar, con la cual, tomada entre sus brazos, huyó para siempre de las tierras de Kumarkaaj, la ciudad sagrada de los quichés.

¡Rápido, como un bodoque lanzado por la cerbatana de Hunapuh, el Gran Cerbatanero, cruzó la distancia que mediaba entre Kumarkaaj y sus fronteras! ¡Era cierto que los dioses habían puesto alas en sus pies!

Cuando llegó al sitio en que termianba el señorío de Kumarkaaj, lo esperaba una sorpresa. El desierto que había atravesado días antes, ya no existía. La extensión que antes ocupaba aquél, la ocupaba ahora un lago de aguas tan verdes que simulaban una jadeíta caída a la tierra de la Tierra de Ixmucané, ¡La Gran Abuela!

Decidió atravesarlo a nado, tales eran los poderes sobrenaturales de que se hallaba poseído, para llegar pronto a Panimaché. E iba a lanzarse al agua, cuando le ofreció su lomo para llevarlo sobre él a la otra ribera, el mismo caimán de cuya sed se había compadecido durante la primera etapa de su viaje. Como Zacar y él no podían navegar sobre tan original embarcación, dejó a la ella quiché escondida en una cueva en tanto que él iba a Panimaché en busca de una barca.

Retornó a la mañana siguiente en busca de Zacaar, tripulando una barca totalmente adornada con musgo y flores de Pie de Gallo, rojas como la sangre de su pueblo. Fue a buscarla a la cueva, en la cual encontró solamente los despojos de su amada que la noche anterior había sido devorada por los coyotes.

Loco de espanto, perdido para siempre en el único eslabón que lo ataba a la vida, tomó entre sus brazos el despedazado cuerpo de Zacar, sobre el que depositó las caricias que no le había podido prodigar en vida. Estrechamente unido a sí llevó el cadáver hasta el picacho de la más alta cumbre, desde el cual se arrojo a las aguas del lago, que ese día estuvieron más verdes que nunca.

Cuando sus cuerpos llegaron al fondo del lago, sus almas hacía tiempo que habían entrado a los sitios en que tiene su reino el Corazón del Cielo, quien los recibió sonriente y satisfecho, diciéndoles:

-Habéis cumplido bien la obra que os encargamos realizar en la tierra. Quichés y cakchiqueles, gracias a vuestro amor y a vuestros sacrificios, están ya unidos para siempre. No habrán más guerras entre ellos. Para que esa unión sea conocida por las generaciones futuras, la Gran Abuela ha arrojado a la tierra una jadeíta de su chachal que se ha convertido en un lago que será llamado de Atitlán. ¡Vuelvan vuestras almas a ese lago, porque ése es su reino! ¡Desde hoy os vamos a convertir en viento, para que os sea permitido juguetear sobre sus aguas! Y cada vez que Utzil os persiga a vos, Zacar, para tomaros en sus brazos y llevaros hasta las más altas cumbres, su persecución formará un viento que hará naufragar las embarcaciones que en ese instante naveguen por las ondas del Atitlán. Los dioses, por mi boca, os dicen que han dispuesto que dicho viento los haga naufragar para que sus tripulantes no puedan ser testigos de vuestras íntimas y dulces horas de amor.

Y desde entonces, cuando Utzil, a la hora del crepúsculo, persigue a su amada Zacar, sopla sobre las aguas del Lago de Atitlán el viento que hunde a las embarcaciones y que las cakchiqueles llaman Xocomil.

 

Bibliografía

Gálvez, F. B. (2006). Cuentos y Leyendas de Guatemala. Guatemala: Piedra Santa