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La diosa Hestia, como su nombre indica, era la personificación del hogar.

Dice Hesíodo que Hestia era la primera de los seis hijos que tuvieron Kronos y Rea, y por lo tanto, hermana de Demeter, Hera, Hades, Poseidón y Zeus.

El trono de Hestia era el “sitio central del Cosmo” y esté era inmutable. Allí permanecía la diosa sola, en reposo. Por consiguiente, era considerada como la Tierra colocada en el centro del Mundo, en el que permanecía estable e inmóvil, mientras que los demás cuerpos celestes cumplían sus revoluciones.

Si bien la figura simbólica de Hestia fue menos precisa que la de sus hermanos, su influencia fue ampliándose paulatinamente, pues a partir del humo de los sacrificios familiares, que unía la Tierra con el Cielo, y del fuego del hogar doméstico, llego a ser o a representar el fuego central de la Tierra y la Tierra misma.

Hestia o Vesta era una diosa virgen, pues obtuvo de Zeus el don de conservar su pureza. Y no hay duda de que mucho le debió costar conservarla, pues tanto Apolo como Poseidón la cortejaron insistentemente.

En efecto, Apolo, el Sol, que la contemplaba amorosamente durante todo el día, jamás podía unirse con ella. Condenado a recorrer sin cesar la bóveda celeste, acercabase cada día a Hestia, pero sin poder alcanzarla, puesto que acababa por hundirse en el Océano.

Poseidón, que también amaba a Hestia y la acariciaba con sus olas, lo más que hacia era rozar apenas su cuerpo divino, pues le estaba prohibido penetrar hasta el seno de la Tierra, donde residía la solitaria e inmóvil diosa.

Zeus también concedió a su hermana otros honores excepcionales, como el de recibir culto en los templos de todos los dioses y en todas las casas de los hombres.

La Vesta romana era una diosa que tenía los mismos caracteres y hasta el mismo nombre que la diosa griega, a la que equivalía en Roma.

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A

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Pleione, hija del Océano, casó con Atlas, hijo de Uranos, que fue rey de Mauritana y gran astrónomo. Inventó la esfera, por lo cual se le representaba llevando el globo sobre los hombros y agobiado bajo su peso.

Otros dicen, en cambio, que fue un castigo que Zeus impuso a Atlas por haber ayudado a los Titanes en la guerra que emprendieron contra él.

El matrimonio Pleione-Atlas tuvo siete hijas, que se llamaron Pléyades, y son las estrellas que forman la constelación de este nombre, menos una de ellas, Electra, que se ausentó para no ver la destrucción de Troya, que había fundado su hijo Dárdano.

Desde aquel entonces Electra no volvió a parecer entre sus hermanas como un cometa pasajero.

Una de estas Pléyades, llamada Maia, había de hacerse más famosa que sus hermanas, porque embarazada por Zeus daría a luz un hijo llamado Hermes, que significa «mensajero». En efecto, su augusto padre le hizo mensajero de los dioses. Para ello, le puso alas a los pies y en su tocado, que es una especie de gorro, con el que se le ve siempre representado.

Además, su padre le hizo también dios de la elocuencia, del comercio y de los ladrones.

Hermes nació en la Arkadia, siendo concebido en un gruta del monte Killene, hoy llamado Ziria, pues su madre, la hermosa Maia, «no gustaba del trato de los bienaventurados dioses». Por eso Zeus iba a reunirse con ella a medianoche, «mientras el sueño envolvía a su esposa Hera, la de los níveos brazos».

Hermes nació extraordinariamente precoz e incomparablemente audaz, cualidades que sin duda heredó de su astuto padre. El himno lo representa de esta forma: «Un hijo de multiforme ingenio, sagaz, astuto, ladrón, cuatrero de bueyes, príncipe de los sueños, espía nocturno, vigía y guardián de todas las puertas y que muy pronto había de hacer alarde de gloriosas hazañas ante los inmortales dioses».

Efectivamente, «nacido al alba, a mediodía pulsaba la cítara y por la tarde robaba las vacas del flechador Apolo; y todo esto ocurría el día cuarto del mes, en el cual le había dado a luz la venerada Maia».

Sorprende realmente la sagacidad y la precocidad admirables de Hermes, ya que el mismo día de su nacimiento hizo dos cosas verdaderamente extraordinarias: inventar y construir una cítara, y robar un rebaño de vacas; y esto, nada menos que a Apolo.

A poco de nacer, Hermes salió de la cuna, salió de la gruta y se encontró con una tortuga «que pacía la jugosa hierba delante de la morada». Dichoso al verla, le saludó contento con estas palabras:

«Salve, criatura naturalmente amable, reguladora de la danza, compañera del festín, en feliz momento te has aparecido gratamente… Tú serás, mientras vivas, quien preserva de los dañinos sortilegios; y luego, cuando hayas muerto, cantarás dulcemente».

Y para que la pobre tortuga pudiera hacer todo cuanto el recién nacido Hermes le decía, éste la cogió, entró con ella en la gruta, la vació «con un buril de blanquecino acero», cortó cañas, cogió una tripa seca, cuerdas hechas asimismo de tripas y cuanto era necesario, y fabricó la primera cítara.

Entonces – dice el himno a Hermes -, cogiendo el amable juguete que acababa de construir, ensayó cada nota con el arco, y bajo sus manos sonó un sorprendente sonido.

Despues de haber ensayado la cítara, la dejo en la cuna, y «ávido de carne» corrió hacia las montañas de Pieria, adonde llegó «cuando el sol se hundía con su carro y sus corceles debajo de la tierra», dispuesto a robar parte del rebaño de los dioses.

Seguidamente robó cincuenta vacas y las llevó de un sitio a otro, protegido por las sombras de la noche. Y para confundir sus huellas se valió de toda suerte de tretas. Por ejemplo, «haciendo que las pezuñas de delante marchasen hacia atrás y las de atrás hacia adelante y andando él mismo, al guiarlas, de espaldas», ademas de ponerles ramas en las colas para hacer las huellas más confusas.

Cuando clareaba el día llegó al borde del Alfeios, el mayor de los ríos Peloponeso, inventó el fuego, inmoló dos vacas en honor de los dioses, escondió luego los animales en una caverna, hizo desaparecer los rastros del sacrificio, tiró sus sandalias al río y escapó a todo correr hacia la cueva donde había nacido pocas horas antes.

Amanecía cuando llegó al monte Killene y se metió en su gruta por el ojo de la cerradura «empequeñeciéndose cual hubiera podido hacerlo la neblina o el aura otoñal», llegó a la cuna sin hacer ruido, se coló en ella, se fajó «y se puso a juguetear, como un niño, con el lienzo que le envolvía, pero asiendo a su amada tortuga con la mano izquierda».

Como era de esperar, Apolo no tardó en presentarse, pues su arte y pericia en adivinar le hizo descubrir rápidamente dónde se escondía el ladrón.

– Devuélveme las vacas. ¿Dónde están? – dijo Apolo. Pero Hermes negó con la mayor audacia, por lo que acabaron recurriendo a Zeus, quien pese a mostrarse muy satisfecho de la precocidad y astucia de su nuevo hijo, le obligó a devolver lo robado. Mejor dicho lo sustraído, ya que los fuertes no roban: conquistan o sustraen.

– Faltan dos vacas – se quejó Apolo.

Eran las que Hermes había sacrificado a los dioses. Mas para calmar la cólera de su hermano, el ladronzuelo hizo sonar la lira «tocando con el plectro todas y cada una de las cuerdas. Y al vibrar éstas armoniosamente, llenóse de gozo Apolo, pues su grato sonido le embelesó y le hizo sentir al punto vivísimo el deseo de apoderarse de ella».

Viendo Hermes que su hermoso hermano, el dios músico, el que dirigía el coro de las Musas, envidiaba su nuevo instrumento, se lo regaló en el acto.

Sintiéndose feliz Apolo y olvidando sus rencores le dio a cambio su látigo de vaquero hecho de un rayo de sol y hasta le instó:

– Ocúpate de ahora en adelante de las vacas.

Y así fue como hecha la paz y sellada con promesas solemnes de no perjudicarse mutuamente, en lo sucesivo su amistad fue imperecedera.

Apolo sería el dios de la lira y Hermes el divino protector de los rebaños.

No debe extrañar que un dios tan particularmente sagaz, útil y astuto, fuera muy afortunado en amores. Con Afrodita tuvo a Hermafroditos; con Antianeira, otros dos hijos, gemelos: Eritos y Echión, que figuraron entre los Argonautas. Otro vástago de Hermes fue Abderos, joven que fue amado por Herakles y muerto por las yeguas de Diomedes.

La leyenda atribuye también a Hermes la paternidad de Autólicos, el más desvergonzado de los ladrones mitológicos, y asimismo el más afortunado de ellos, puesto que su padre le había concedido el don de no ser sorprendido jamás. Igualmente se dice que Kefalos era hijo de Hermes, habido con Herse, una de las hijas de Kekrops. Y, por último, hay algunos que aseguran que Hermes se unió a la fiel Penélope, la mujer de Ulises, con la que tuvo el dios Pan.

Cierto día, Hermes encontró dos serpientes peleando y las separó con la varita o látigo que le dio Apolo, alrededor de la cual se encroscaron. Este es el Caduceo, que tiene el poder de acabar con todas las disensiones.

De las preciosas cualidades del inquieto y veloz Hermes o Mercurio se aprovechó su padre Zeus o Júpiter para encomendarle toda clase de comisiones, desde las nobles hasta las innobles, que desempeñaba con gran rapidez y solicitud.

Pero no solamente era el «correveidile» de los dioses, como se le ha llamado, sino también el dios de la elocuencia, por sus dotes de persuasión; el de la prudencia, la astucia y aun las raterías; el protector de los viajeros y caminantes; el que difundía los grandes inventos; el que protegía toda clase de trabajos y ejercicios físicos, especialmente aquellos en los que se empleaba la fuerza y la agilidad.

Y finalmente, y ésta es de todas sus representaciones la que ha triunfado modernamente, casi como única: era el dios del comercio y de la suerte, incluso en el juego.

Ocurrió un día que Zeus, al que como es sabido le entusiasmaban las aventuras amorosas, pretendió a Yuturna, hija de Dáceno, que era muy hermosa. Pero como a la joven no le agradaba el casquivano dios, huyó y se tiró al río Tíber, suplicando a sus Náyades que la ocultasen, a lo que éstas accedieron gustosamente.

Una de ellas, sin embargo, llamada Lara, indignada, participó a la diosa Juno lo que pasaba y ésta, celosa como siempre, convirtió a la bella Yuturna en fuente. Pero Júpiter, irritado contra la chismosa Lara, le ordenó que se cortara la lengua y dijo a Hermes o Mercurio:

– Anda, llévala al infierno, donde yo no la vea.

Pero Mercurio, conmovido por su desgracia y seducido por su belleza, se casó con ella. Tuvieron por hijos a los dioses Lares, genios buenos de las casas y custodios de las familias, como lo eran también los Penates.

Otra versión latina dice que los Lares descendían de Vulcano y de la diosa Maia, encarnación de la Tierra Madre.

Como es sabido, Mercurio era la divinidad romana que en la época clásica se identificó con el Hermes griego.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A

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Afrodita es la diosa de Amor, la reina del deseo, la belleza, la dulzura y la alegría femenina. Esta diosa de la hermosura y de la gracia ocupaba en el Olimpo griego un lugar principal.

Toda la magia de la pasión se hallaba en su cintura, que Hera le pidió prestada para reconquistar a su caprichoso marido. Afrodita sola perturbaba la sociedad de los dioses por sus amores con Ares, engañando a su esposo. Hefaitsos y entregándose también a los mortales que le agradaban, como por ejemplo, a Anquises.

Existen versiones sobre el nacimiento de este encanto de diosa. La primera dice que Afrodita era hija de Zeus y de Diones. La segunda, referida por Hesiodo, afirma que cuando Cronos, después de mutilar a su padre con afilada guadaña, lanzó los despojos de la virilidad de Uranos al mar, en torno a estos restos que flotaron sobre las olas mucho tiempo “se amontonó una gran cantidad de blanca espuma en cuyo albo y blando regazo nació y creció como una perla maravillosa, una virgen hermosísima: Afrodita”.

A partir de entonces esta virgen iba a ser la diosa del amor y de la belleza, de la amistad amorosa y de todos los placeres y pasiones que tienen su origen en el amor.

Afrodita no tardó en llegar a la costa de Chipre, recostada sobre el suavísimo e irisado nácar de una concha marina que servía a la vez de cuna, lecho y nave. Allí fue recibida por la Horas, que quedaron maravilladas y absortas al ver aquel perfecto cuerpo formado de marfil, seda alabastro, luz y pétalos de rosa.

Inmediatamente las Horas pusieron en torno al cuello de nieve de la hermosa Afrodita un collar resplandeciente y una corona sobre su cabeza, proclamándola con ello soberana total de la hermosura, y la condujeron inmediatamente al Olimpo, el palacio de los dioses.

Envuelta en el resplandor incomparable de su propia belleza, adornada, mejor que con las más ricas galas, con su virginal, noble y perfecta desnudez, Afrodita se presentó sonriente a los dioses inmortales que, al verla, quedaron estupefactos y maravillados ante el espectáculo incomparable de su divina hermosura.

Como la diosa iba sembrando amor a su paso, todos los dioses se enamoraron de ella. Incluso su padre, Júpiter, quedó hechizado por la joven. Pero viendo que su hija no le correspondía, la esposó, como castigo, con su horroroso hijo Hefaisto o Vulcano.

Así fue como el dios más feo tuvo por mujer a la diosa más bella del Olimpo.

Sin embargo, Afrodita no quería por marido sino a Ares o Marte, pero como ya estaba casada no tuvo más remedio que tener al dios de la guerra por amante.

El feo Hefaisto le tenía prohibido que hablase con el apuesto Marte. Pero advertido por el Sol de que era engañado, preparó una habilísima celada a los amantes. Esta consistió en que, mientras estaban en plena pasión, los encerró en una sutil red de hierro que había elaborado en su fragua y, tras inmovilizarlos, los expuso a la burla y regocijo de los demás dioses.

Después de convencer a Zeus de la desobediencia de su mujer, Vulcano regresó cojeando a su fragua y quedó divorciado de la caprichosa Afrodita.

Acto seguido la hermosa Venus se casó con Ares, del que tuvo dos hijos. Cupido, también llamado Eros, que es el dios del Amor, y Anteros que es el dios de la correspondencia, o amor que corresponde al primero.

Afrodita tuvo después otros amantes, tales como Poseidón o Neptuno, señor y dueño del mar, Hermes o Mercurio, dios simpático y servicial con el que tuvo un hijo llamado Hermafroditos, que era hermosísimo y más tarde llegó a estar dotado de los dos sexos.

Afrodita, al igual que los demás dioses, tuvo también algunas aventuras amorosas con mortales. Un día, Cronos inspiró a la bella diosa el irresistible deseo de unirse con el pastor Anquises.

Uno de los himnos homéricos cuenta que Anquises, “que era hermosísimo, apacentaba vacas en las alturas de Ida, tan abundante en manantiales; y apenas los vio Afrodita, sintió que un vehemente e irreprimible deseo se apoderaba de su albedrio y se enamoró de él.”

De estos amores, que el himno describe primorosamente, nació Eneas, el héroe de Vrigilio.

Un tanto avergonzada, Afrodita aconsejó a su amante Anquises que no revelase ni se alabase ante nadie de haber sido amado por una diosa pues, de lo contrario, Zeus le castigaría. Y así ocurrió. Un día de fiesta, habiendo bebido en exceso, Anquinses habló. Por lo que Zeus le dejó cojo (ciego, según otra versión) con un rayo.

Sin embargo, el bello Adonis fue la grande, la verdadera pasión de Afrodita o Venus. El poeta Ovidio narra así estos amores:

Fruto de casamiento del Pigmalión con su estatua viviente, por favor especial de Venus, fueron dos hijos: el segundo, Ciniras, fue rey de Chipre y casó con Ceneris, los cuales fueron padres de la hermosa Mirra.

Al ser requerida de amores la joven Mirra rechazaba a los pretendientes, porque se había enamorado de su padre Ciniras, con fuerte pasión que le infundió Afrodita. La muchacha resolvió ahogarse con un dogal, pero le impidió su aya, que pérfidamente logró saber el secreto de Mirra.

Poco después comenzaron las fiestas de Ceres, uno a cuyos solemnes ritos era la separación de los matrimonios durante nueve noches. Mientras Ceneris estaba en las fiestas y Ciniras se hallaba trastornado por el vino, el aya criminal, verdadera Celestina, pero llamada Hippolite, aprovechó la oscuridad de la noche y arrastró a Mirra al incestuoso lecho de su padre Ciniras.

Doce noches se repitió este hecho; la última, el hombre ordenó que le trajesen luz, deseoso de ver a la desconocida. Pero al darse cuenta del engaño, loco de furor desenvainó la espada para matar a su hija Mirra, que, aterrada huyó del palacio, protegida por los dioses, siempre clementes con los enamorados.

La desdichada joven anduvo errante varios meses, y tristemente apenada, pidió castigo a los dioses, deseando ser transformada y arrojada al reino tenebroso.

Y fue atendida en su ruego. Inmediatamente empezó la tierra a cubrir sus pies, convertidos en retorcidas raíces, sus huesos formaron un tronco, la sangre se convirtió en savia, la piel en corteza, los brazos y los dedos se trocaron en ramas y la cabeza quedó también sepultaba en el tronco. De la joven soló quedo el llanto.

Las cálidas gotas que el tronco destilaba y corrían como lágrimas se espesaban formando la perfumada resina del árbol llamado mirra.

Mientras, el feto crecía debajo del árbol. Este gemía y se encorvaba, y aquél buscaba salida. Pasados los meses necesarios, la corteza del árbol, que había ido hinchándose poco a poco, estaba a punto de estallar.

Entonces la diosa Lucinia, que se montaba propicia, aplicó sus manos al tronco y pronunció las palabras que facilitan los partos. En el acto abrióse el árbol y salió un precioso niño, que empezó a llorar.

Las Náyades lo pusieron sobre la hierba mullida lo ungieron y bañaron con la olorosa goma que la mirra destilaba, dándole el nombre de Adonis, y que parecía otro Cupido.

Al ver la hermosura singular de aquel niño, Afrodita lo recogió conmovida, lo encerró en un estuche adecuado y se lo confió a Perséfone, mujer de Haides, señor de la región tenebrosa, creyendo que con ello estaría a salvo en las profundidades del mar.

Atraída Perséfone por la curiosidad, abrió el misterioso cofre para ver que contenía. Y seducida también por aquel hermoso niño, se negó a devolvérselo a Afrodita cuando ésta se lo reclamó.

Como en tantas otras ocasiones, Zeus, padre, señor y Juez de las contiendas divinas, tuvo que intervenir en el litigio. Su sentencia fue muy hábil: Adonis pasaría un tercio del año con Afrodita, otro tercio con Perséfone, y el tercero donde quisiera, incluso en el Olimpo si ese era su deseo.

Naturalmente, Adonis pasaba la mayoría del tiempo con Afrodita, mientras se convertía paulatinamente en un hermoso mancebo.

Pero Afrodita o Venus debía expiar el incestuoso amor que inspiró a la desgracia Mirra. Un día, al acercarse Cupido a su madre para besarla, le clavó en el pecho una punta de sus flechas. La diosa, sintiéndose herida, apartó malhumorada a su hijo Cupido; pero la herida había encendido un amor apasionado, arrebatador para el hermoso Adonis, que entonces ya era un noble cazador.

Sintiendo una irresistible atracción por el joven, de cuyo lado no quería apartarse, Afrodita de frecuentar sus regiones habituales y se ausentó finalmente del Olimpo. Y si antes gustaba de las delicias de la sombra y de los adornos encantadores ahora, descalza, alto el vestido, trepaba por los collados, salvaba peñas, azuzaba a los perros y perseguía con su amante a las veloces liebres, los ciervos y otros venados.

En cambio, rehuía la cacería de los jabalíes, de los hambrientos lobos, de los de los osos de fuertes uñas, de los leones que devoraban ganados. Y siempre advertía a su amado Adonis:

Querido, teme el ímpetu de todas esas fieras.

¿Por qué temes tanto a esos animales? – le pregunto Adonis

Entonces Venus le invitó a descansar a la fresca sombre de un álamo blanco, sobre la hierba de la pradera, y amorosamente le refirió la historia de Hipómenes y Atalanta.

El nieto de Neptuno o Poseidón, habiendo ganado la carrera a la nunca vencida princesa, mediante las tres manzanas de oro que Afrodita le dio y que distrajeron a Atalanta en su velocidad, obtuvo la mano de la hermosa doncella. Pero, ingrato o desmemoriado, no hizo sacrificios en honor a la diosa Venus, la cual, irritada, juró vengarse de los vengarse de los esposos.

Efectivamente, descansado éstos un día al abrigo de un templo de Cibeles, Afrodita les infundió el deseo de amarse allí mismo y, ante aquel sacrilegio, Cibeles ordenó inmediatamente el castigo de los esposos: que se convirtieran en leones.

Y de esta forma fue como Hipomenes y Atalanta pasaron a ser dóciles leones para el carro de la diosa Cibeles.

Cuando Venus terminó el relato, repitió su consejo a Adonis de que evitase el encuentro de aquellos animales. Después, se despidió del mancebo amado y se elevó por los aires en un carro de oro tirado por blancos cisnes.

Adonis siguió cazando con sus perros, que dieron con el rastro de un gran jabalí en el bosque. Herido el animal por un dardo del cazador, se dirigió acometedor hacia el hermoso y afortunado doncel, el cual huyó apresurado buscando refugio.

Mas antes de que Adonis llegase al mismo, el jabalí le clavó los colmillos en las ingles y lo arrojó al suelo, moribundo.

Al parecer, este jabalí fue enviado por Artemisa, la virgen y feroz enemiga de Afrodita, a la que, como era lógico, envidiaba sus amores con el hermoso doncel.

Venus, que no había llegado aún a la isla de Chipre, oyó los quejidos de su amante, llevados por Céfiro, y retrocedió ligera y vivamente alarmada. Entonces vio a Adonis desmayado y teñido de sangre, recogió su último aliento y, dominada por el dolor, se rasgó los vestidos, se arrancó los cabellos, se golpeó el pecho e inconsolable se lamentó amargamente de los hados.

Recordando después lo que hizo Proserpina con la ninfa Menta, que era querida de Plutón, y que aquélla, celosa de su rival, la convirtió en “hierbabuena”, roció con néctar oloroso la sangre de Adonis, formándose de ella gotas transparentes y brotando una flor colorada, semejante a la de la granada.

Y la diosa Afrodita entristecida, en memoria de la muerte de su querido y bello Adonis, decretó la celebración de una fiesta anual en la que representaría su llanto y dolor.

Gracias a su indescriptible belleza, Afrodita reinaba como dueña absoluta en los corazones. Y podía, a su antojo, apartarlos de la pasión amorosa o, por el contrario, precipitarlos en ella, fuesen cuales fueren las consecuencias.

Tal le ocurrió a Helena de Troya, a Eos, a Medea, a Pasifae, a Fedra, a las mujeres de Lemnos y a muchas otras heroínas, víctimas de las pasiones insensatas que Afrodita o Venus supo inspirarlas.

Pero no solamente extraviaba los corazones de las mujeres que le ofendían sino también los de los hombres. Así se vengó del Sol, de Diomedes, de Hippólitos, de Tindáreos…

Como diosa de la fecundidad de la Naturaleza, no es de extrañar que Afrodita tuviera una numerosa descendencia. Sin embargo, de sus hijos, los más conocidos eran Eros o Cupido y Aineias.

Finalmente, justo es reconocer que uno de los episodios más celebres e interesantes en que Afrodita aparece mezclada es el relativo al llamada “Juicio de Paris”, cuando la bella diosa se le presentó en unión de Hera y de Atenea, para que el hijo de Priamo decidiese cuál de las tres era más hermosa.

Venus, la diosa del amor entre los latinos, era una divinidad muy antigua. Al principio, Venus no estaba entre las grandes romanas. Fue posteriormente, a partir del siglo II antes de nuestra Era, al confundirse los dioses romanos con los griegos, cuando Venus y Afrodita no fueron sino una sola divinidad con el carácter y funciones de la diosa griega.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A

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La diosa Hera fue una de las tres hijas (Hestia, Demeter, Hera) que, además de tres hijos (Hades, Poseidón y Zeus) tuvieron Cronos y Rea.

Lo más probable es que fue criada y educada por Okéanos y Tethis en el palacio de éstos. También se afirma que fue educada por las Horas.

Según Hesíodo, Hera fue la tercera mujer “legítima” de Zeus (la primera fue Metis, la segunda, Temis). Sin embargo, la Ilíada cuenta que Zeus y Hera desde muy jóvenes ya se amaban y hasta folgaban a escondidas de sus padres.

Cuatro hijos nacieron del matrimonio Zeus-Hera: Hefaisto, Ares, Eileitiia y Hebe. Se dice, sin embargo, que Hefaisto o Vulcano, era sólo hijo de Hera pues como Zeus había tenido a Atena sin su concurso, ya que salió de su cabeza al recibir un hachazo, ella, despechada y por no ser menos, alumbró al herrero divino por su propia cuenta.

La leyenda presenta siempre a Hera poderosa, fuerte y respetada por los demás dioses como verdadera reina del Olimpo. Pero también como una mujer en toda la extensión de la palabra.

En efecto, como mujer se la ve en muchas ocasiones, orgullosa de su posición, insolente a causa de su rango, vanidosa de su belleza, embustera por conveniencia, coqueta y zalamera cuando quiere obtener algo, perjura por temor y celosa e implacable en todo momento.

Si bien es cierto que su esposo Zeus tuvo muchos devaneos extra-conyugales, Hera no dejo tampoco, por lo menos, de ser solicitada. Se cuenta que Eurimedón, rey de los Gigantes, violó a Hera, siendo niña, teniendo con ella a Prometeo.

Al parecer también intentaron violentarla otros gigantes como Efialtes y Porfirión, e incluso la pretendió un simple mortal llamado Ixión, hijo de Flehias, rey de los lápitas.

Otras leyendas atribuyen a Hera otro hijo, el monstruoso Tifón. Cuéntase que a causa de la derrota y prisión de sus hijos los Gigantes, la descontenta Gaia empleó contra Zeus su arma propia de mujer furiosa: la calumnia. Y precisamente se valió de la celosa Hera, tan dispuesta a creer lo que iba en contra de su augusto esposo y a inflamarse violentamente.

Así fue como, sumamente irritada, corrió a pedir a Cronos un medio de vengarse. Entonces Cronos, hijo de Gaia o Gea y Uranos, le dio dos huevos untados con su propia simiente: enterrados, debían dar origen a un demonio capaz de destronar a Zeus.

Este demonio fue Tifón, al que lo terribles rayos de Zeus lograron abatir.

En la antigua Roma, Juno era una de las más grandes diosas de la mitología romana, siendo más tarde asimilada a Hera.

No obstante, cabe advertir que la personalidad de Juno siguió siendo, en realidad, distinta de Hera, la diosa griega.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.

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Este dios ha sido considerado como el soberano del Olimpo griego durante todo el período clásico, por lo que su leyenda es la primera que hay que analizar.

Según la leyenda, Zeus fue el sexto de los hijos que tuvieron Cronos, el titán, y su hermana Rea. Pero Cronos había sabido por el Cielo y la Tierra que sus hijos lo destruirían, y para intentar impedirlo los devoraba a medida que nacían.

Rea, desesperada, al sentirse madre por sexta vez, decidió salvar al que iba a nacer. Y aconsejada por Uranos y Gea, tras parir a Zeus de noche, substituyo al recién nacido a la mañana siguiente por una gran piedra y la ofreció a su marido envuelta en unos panales que Cronos, sin sospechar el engaño, se tragó inmediatamente.

Así fue como Zeus se salvó, educándose según los consejos de Gea. Las ninfas del monte donde había sido escondido el recién nacido le recibieron en sus brazos y le adormecieron en una cuna de oro. La ninfa Adrastea principalmente, vigilo y dirigió los primeros pasos del futuro dios.

Ni que decir tiene que todos los seres de la montaña velaban por Zeus y contribuían a su maravilloso desarrollo. Así, por ejemplo, las cabras le ofrecían su leche; las abejas destillaban para él su miel más dulce; y los Kouretes, en fin, ejecutaban en torno de su áurea cuna la danza pírrica, entrechocando escudos y lanzas para impedir, mediante el estrepito que hacían, que el llanto o los gritos del niño-dios llegasen hasta su padre Crono.

Tan pronto como Zeus fue adulto, pensó inmediatamente en destronar a su padre, para lo que pidió consejo a Metis, hija de Okeanos y de Tethis, que luego fue la primera amante o mujer de Zeus. Metis, que encarnaba la Prudencia, le dio una droga por obra de la cual Cronos vomito todos los hijos que había tragado.

Entonces, con ayuda de sus hermanos, de los Hekatogcheires y de los Cíclopes, y tras una lucha que duro diez años, Zeus consiguió vencer a Cronos y a los demás Titanes, sus auxiliares, a los que encerró en el profundo de Tártaros.

Para poder combatir mejor, los Cíclopes dieron a Zeus el rayo, a Hades un casco que hacia invisible a quien lo llevaba y a Poseidón un tridente cuyo choque trastornaba mar y tierra.

Después de vencidos y encadenados los Titanes, aun tuvieron los dioses olímpicos que luchar con los Gigantes. Aunque de origen divino, éstos eran mortales, o al menos podían ser muertos a condición de serlo a la vez por un dios y un mortal. Existía, sin embargo, una hierba mágica que podía sustraerlos a los golpes fatales; pero Zeus la cogió, haciendo que ni el Sol, ni la Luna, ni la Aurora brillasen hasta que la encontró.

Tras vencer a los Gigantes, seres enormes, de una fuerza invencible y de un aspecto espantoso, Zeus aun tuvo que luchar con Tifón, le peor de sus poderosos enemigos. Este ser monstruoso sobrepuja en talla y fuerza a todos los demás hijos gigantescos de la Tierra. Más grande que las montañas, su cabeza chocaba a veces con las estrellas. Cuando extendía los brazos, una mano alcanzaba el Oriente y la otra el Occidente. Por dedos tenia cien cabezas de dragones, y de cintura para abajo estaba rodeado de víboras. Su cuerpo era alado y sus ojos despedían llamas.

A pesar de ello, todos los enemigos fueron dominados y entonces empezó el verdadero triunfo de Zeus, su dominio indiscutible sobre cuanto había sido creado, su intervención en los asuntos de la Tierra y, finalmente, sus múltiples uniones y aventuras amorosas, tanto con diosas como con criaturas mortales.

Una vez obtenida la victoria total, vino el reparto del universo, que se hizo a suertes. A Zeus, por ser el favorecido, le correspondió el cielo y la preeminencia sobre todo lo existente; a Poseidón, el mar, y a Hades, el mundo subterráneo.

Tal reparto, en realidad, fue una simple formula de compromisos, pues Zeus era en tal modo superior a sus dos hermanos, que había más potestad que la suya.

Refiera la leyenda que los primeros siglos de la existencia de Zeus fueron una sucesión de aventuras amorosas. En primer lugar se unió a Metis, dando origen a Atenea. Luego amó a Temis, que le dio aún más numerosa descendencia.

Temis personificaba la ley y era la madre de Horas y de las Estaciones, de Eunomia (el orden), Diké (la justicia), Eirené (la paz) y las Moiras o Parcas, a quienes Zeus había encargado distribuir entre los hombres, durante su vida, los bienes y los males.

Después Zeus llevó su ardor amoroso hacia Mnemosine, personificación de la Memoria. El caprichoso dios se unió a ella en Pieria, comarca de Macedonia, situada cerca del Olimpos, durante nueve noches, consecutivas, haciéndola madre de las nueves musas.

Con Eurineme, hija de Okeanos y Tethis, Zeus tuvo las tres graciosas Charites. Y de los amores con Leto nacieron Apolo, los rayos del Sol, y Artemisa, los de la Luna.

De las aventuras con otra diosa, Demeter, hermana suya, nació Perséfone, aunque hay quien afirma que ésta era hija de Zeus, pero no de Demeter, sino de Stix, la ninfa del rio infernal del mismo nombre.

Afrodita, la diosa del amor, es también, según la leyenda, hija de Zeus y de Dione. Cuenta una tradición que Dione era hija de Uranos y de Gea. Pero otra afirma que era una de la Oceanidas, y por consiguiente, hija de Okeanos y de Tethis.

Con Hera, su esposa legitima y hermana, tuvo Zeus a Ares, el dios de la guerra, a Hebe (personificación de la juventud), que hasta el rapto de Ganimedes era la que servía el néctar de los dioses, y que con Musas y Horas bailaba el son de la lira de Apolo, y a Eileitua, genio femenino que precedía los partos.

Por si esto fuera poco, Zeus tuvo también incontables amores con simples mortales. No es de extrañar, pues, que Hera, a quien sedujo antes de desposarse, fuera celosa y con razón, ya que su mujeriego marido persiguió durante diecisiete generaciones a las mujeres de los mortales y entre ellas a su madre y sus hijas, utilizando para ello todos los recursos meteorológicos.

Efectivamente, a Semele la convirtió en cenizas; para Danae se transformó en lluvia de oro. Y a menudo el poderoso y prolífico dios, para poder satisfacer su pasión amorosa, tuvo que revestir las formas más peregrinas, tales como las de toro, cisne, palomo, águila, hormiga, moneda de oro, etc.

Pero a Zeus todo le estaba permitido, puesto que era padre todopoderoso, rey de reyes, jefe de todos los seres y supremo conductor de todas las cosas, que con incomparable majestad ocupaba su trono en el cielo donde las Charites “adoraban su forma eterna”.

Según Homero, Zeus era el más grande, el más poderoso, el más fuerte, el mejor y más majestuoso y glorioso de los dioses, y el que reinaba no solamente sobre los hombres, sino también sobre los inmortales.

Júpiter, divinidad romana asimilaba a Zeus, fue el dios principal de la mitología latina en la época clásica.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.