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No sólo antiguamente solían suceder aspectos del mas allá, en plena década de los 60; también han acontecido y pueden estar presentes en el momento menos esperado…

La ciudad de Guatemala seguía su curso normal; apreciándola desde cualquier alto edificio, parecía un hormiguero con sus automóviles y peatones que abajo corren desesperados, víctimas de la agitada situación. Los voceadores de periódicos gritan las últimas noticias haciendo notar el encabezado de la primera plana con el fin de terminar cuanto antes los diarios. Dos buses pasan raudos, dejando su negra estela de humo que acelera el cáncer a los capitalinos.

En el mercado central y la placita, los trajes multicolores de los indígenas, se confunden con las minifaldas y camisas chillantes de jóvenes, comprando los alimentos, un bocinazo saluda cortésmente a una colegiala que pícaramente vuelve a ver y sonríe aceptando el cumplido sonoro.

En la 6a. Calle antiguo «Callejón del Conejo», todo ha cambiado radicalmente, solo unas casas de altillo han quedado como mudas testigos de lo que en otros tiempos fue con sus bolitos, anécdotas y mil historias.

El ulular de una ambulancia rompe el silencio o mejor dicho, el murmullo de la gran ciudad, el eléctrico sonido abre brecha para hacerse notar y evitar un accidente en cualquier esquina.

— ¡Allí van los bomberos!, dice alguien.

Todos siguen con la vista la trayectoria de la ambulancia, que ahora sube por la 6a. Calle a toda velocidad, rumbo al hospital más cercano, cruza al llegar a la Avenida Elena, y entra directamente hasta la emergencia del Hospital General, donde bajan al herido, quien después de los primeros auxilios y los esfuerzos desesperados por salvarlo, muere víctima de los golpes sufridos.

Una enfermera gorda, lo conduce en una camilla rodante hasta el anfiteatro para practicarle necropsia médico legal, previa­mente ha dado el telefonema, a una céntrica funeraria, donde por llamado tiene su comisión.

Cuando sacan el cadáver, algunos parientes del difunto, esperan en el pequeño corredor del anfiteatro, otros empleados de funerarias se han dado cuenta y «se pelean al muerto», ofre­ciendo mejores precios y «cómodas mensualidades» por el ser­vicio fúnebre.

Finalmente, uno de ellos, se queda con el difunto y ordena que hay que prepararlo, es decir: vestirlo y encajonarlo para enviarlo a su lugar de origen: Quezaltenango.

  • ¡Carlos! ¡Carlos!, llamaban al chofer del carro fúnebre para que se preparara, ya que esa noche salía para Quezaltenango a dejar un cadáver, la rutina era la misma: llevar el auto a la ga­solinera hacerle el servicio completo, finalizando la operación llenar el tanque y revisar los frenos. Pesadamente salió el negro automóvil de la iluminada gasolinera de la Calle Martí. Se parqueó frente a la funeraria, y el cajón, con todo y el difunto, fue colocado convenientemente en su sitio.
  • ¡Nadie se va conmigo!,

Las luces de la ciudad, ofrecían un espectáculo maravilloso desde el mirador de Occidente, y las ruedas del auto negro, rechinaban en cada curva rumbo a Quezaltenango, con su carga­mento fúnebre.

Cuando bajaba hacia el puente de Nahualá, tuvo que conec­tar las neblineras porque la bruma era espesa y blanca como la nieve. Carlos, iba meditando en el trayecto, su vida, problemas y proyectos que algún día realizaría, si Dios se lo permitía. Sacó de su billetera una fotografía, y la contemplo por breve tiempo, era su hijita primogénita que adoraba con todas las fuerzas de su corazón.

El auto negro, tenía una tercera envidiable y subía las pendientes con una fuerza enorme, y en las vueltas la estabilidad sentía perfectamente el rechinar de los neumáticos.

Faltarían como 30 kilómetros para llegar a Quezaltenango, cuando sintió que la parte trasera, en el lado izquierdo, la llanta perdió aire y se fue de lado, inmediatamente frenó y bajó a verificar la avería, notando que la llanta se había pinchado.

La noche era oscura y fría, y, para colmo de males, por su mente principiaron a pasar leyendas que, en la infancia, había escuchado. La mayoría de espantos y aparecidos. Coloco las luces de emergencia para luego colocar el neumático de repuesto.

Uno que otro automóvil o camión, pasaban sin prestarle atención; que con sus luces, se perdían carretera abajo. Las manos le sudaban a Carlos cuando hacia esfuerzos sobrehuma­nos, queriendo sacar el último tornillo con la llave de «chuchos», tomaba aire y volvía a la carga, pero aquello era imposible.

Un automóvil pasó rápido, él le hizo señas, pero no le paró. Como salvación, a lo lejos, notó la silueta de un hombre que ca­minaba a la orilla de la cinta asfáltica.

—Quizá, entre los dos, saquemos la tuerca, pensó Carlos, aquella noche oscura, donde estaba, subió de nuevo al automóvil, y puso luces altas para reconocerlos mejor.

—Buenas noches, ¿qué le está pasando amigo?, dijo el hombre joven, de aspecto amable, que pasaba cerca. Carlos, se levantó, y dándole una explicación de lo que le sucedía, ofreció llevarlo, si le ayudaba en su tarea.

Entre los dos pudieron guitar la tuerca, y con rapidez asombrosa, pusieron la llanta de repuesto. Faltaban pocos kilómetros para llegar a Xela, cuando el enigmático caballero suplicó a Carlos, que le dejara allí.

—Muchas gracias por todo, dijo al desconocido, dándole un fuerte apretón de manos. Cuando entró a Quezaltenango, una llovizna fría, caía sobre la ciudad, y pocas personas deambu­laban por las calles de la metrópoli Occidental.

Busco la dirección en la guantera, y al encontrarla, se dirigió rumbo a la misma, que no estaba muy lejos del centro. Tocó la bocina dos veces, y no fue preciso hacerlo más, pues presurosos salieron dos muchachos con bufandas en el cuello, para ayudarle en lo que pudieran, después salieron los parientes dando gritos de dolor por la pérdida del ser querido, que muerto regresaba a la casa materna. La gente enlutada entraba y salía de la casona, mientras tanto Carlos, esperaba la cancelación de la factura, para regresarse esa misma noche, ya que al otro día, tenía un servicio en la capital.

Le ofrecieron una taza de café caliente y un traguito de rompopo, mientras uno de los parientes le iba a traer el sobre con el dinero.

Todos miraban la cara del muerto por última vez, y la curiosidad picó a Carlos que, acostumbrado a esos menesteres, optó por hacer lo mismo. Cuando le vio la cara, por poco se muere de un susto, era nada menos que el mismo hombre que le ayudó a colocar la llanta de repuesto, y a quitar la tuerca enroscada, horas antes en la carretera.

Carlos, maneja hoy, una camioneta del servicio urbano, y muy en serio me confesó, que jamás volvería a laborar en una funeraria…

 

Bibliografía

Gaitán, H. (1981). La Calle donde tú vives. Guatemala: Editorial Artemis y Edinter, S.A.

Compartida por: Anónimo

País: Guatemala

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