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Este dios ha sido considerado como el soberano del Olimpo griego durante todo el período clásico, por lo que su leyenda es la primera que hay que analizar.

Según la leyenda, Zeus fue el sexto de los hijos que tuvieron Cronos, el titán, y su hermana Rea. Pero Cronos había sabido por el Cielo y la Tierra que sus hijos lo destruirían, y para intentar impedirlo los devoraba a medida que nacían.

Rea, desesperada, al sentirse madre por sexta vez, decidió salvar al que iba a nacer. Y aconsejada por Uranos y Gea, tras parir a Zeus de noche, substituyo al recién nacido a la mañana siguiente por una gran piedra y la ofreció a su marido envuelta en unos panales que Cronos, sin sospechar el engaño, se tragó inmediatamente.

Así fue como Zeus se salvó, educándose según los consejos de Gea. Las ninfas del monte donde había sido escondido el recién nacido le recibieron en sus brazos y le adormecieron en una cuna de oro. La ninfa Adrastea principalmente, vigilo y dirigió los primeros pasos del futuro dios.

Ni que decir tiene que todos los seres de la montaña velaban por Zeus y contribuían a su maravilloso desarrollo. Así, por ejemplo, las cabras le ofrecían su leche; las abejas destillaban para él su miel más dulce; y los Kouretes, en fin, ejecutaban en torno de su áurea cuna la danza pírrica, entrechocando escudos y lanzas para impedir, mediante el estrepito que hacían, que el llanto o los gritos del niño-dios llegasen hasta su padre Crono.

Tan pronto como Zeus fue adulto, pensó inmediatamente en destronar a su padre, para lo que pidió consejo a Metis, hija de Okeanos y de Tethis, que luego fue la primera amante o mujer de Zeus. Metis, que encarnaba la Prudencia, le dio una droga por obra de la cual Cronos vomito todos los hijos que había tragado.

Entonces, con ayuda de sus hermanos, de los Hekatogcheires y de los Cíclopes, y tras una lucha que duro diez años, Zeus consiguió vencer a Cronos y a los demás Titanes, sus auxiliares, a los que encerró en el profundo de Tártaros.

Para poder combatir mejor, los Cíclopes dieron a Zeus el rayo, a Hades un casco que hacia invisible a quien lo llevaba y a Poseidón un tridente cuyo choque trastornaba mar y tierra.

Después de vencidos y encadenados los Titanes, aun tuvieron los dioses olímpicos que luchar con los Gigantes. Aunque de origen divino, éstos eran mortales, o al menos podían ser muertos a condición de serlo a la vez por un dios y un mortal. Existía, sin embargo, una hierba mágica que podía sustraerlos a los golpes fatales; pero Zeus la cogió, haciendo que ni el Sol, ni la Luna, ni la Aurora brillasen hasta que la encontró.

Tras vencer a los Gigantes, seres enormes, de una fuerza invencible y de un aspecto espantoso, Zeus aun tuvo que luchar con Tifón, le peor de sus poderosos enemigos. Este ser monstruoso sobrepuja en talla y fuerza a todos los demás hijos gigantescos de la Tierra. Más grande que las montañas, su cabeza chocaba a veces con las estrellas. Cuando extendía los brazos, una mano alcanzaba el Oriente y la otra el Occidente. Por dedos tenia cien cabezas de dragones, y de cintura para abajo estaba rodeado de víboras. Su cuerpo era alado y sus ojos despedían llamas.

A pesar de ello, todos los enemigos fueron dominados y entonces empezó el verdadero triunfo de Zeus, su dominio indiscutible sobre cuanto había sido creado, su intervención en los asuntos de la Tierra y, finalmente, sus múltiples uniones y aventuras amorosas, tanto con diosas como con criaturas mortales.

Una vez obtenida la victoria total, vino el reparto del universo, que se hizo a suertes. A Zeus, por ser el favorecido, le correspondió el cielo y la preeminencia sobre todo lo existente; a Poseidón, el mar, y a Hades, el mundo subterráneo.

Tal reparto, en realidad, fue una simple formula de compromisos, pues Zeus era en tal modo superior a sus dos hermanos, que había más potestad que la suya.

Refiera la leyenda que los primeros siglos de la existencia de Zeus fueron una sucesión de aventuras amorosas. En primer lugar se unió a Metis, dando origen a Atenea. Luego amó a Temis, que le dio aún más numerosa descendencia.

Temis personificaba la ley y era la madre de Horas y de las Estaciones, de Eunomia (el orden), Diké (la justicia), Eirené (la paz) y las Moiras o Parcas, a quienes Zeus había encargado distribuir entre los hombres, durante su vida, los bienes y los males.

Después Zeus llevó su ardor amoroso hacia Mnemosine, personificación de la Memoria. El caprichoso dios se unió a ella en Pieria, comarca de Macedonia, situada cerca del Olimpos, durante nueve noches, consecutivas, haciéndola madre de las nueves musas.

Con Eurineme, hija de Okeanos y Tethis, Zeus tuvo las tres graciosas Charites. Y de los amores con Leto nacieron Apolo, los rayos del Sol, y Artemisa, los de la Luna.

De las aventuras con otra diosa, Demeter, hermana suya, nació Perséfone, aunque hay quien afirma que ésta era hija de Zeus, pero no de Demeter, sino de Stix, la ninfa del rio infernal del mismo nombre.

Afrodita, la diosa del amor, es también, según la leyenda, hija de Zeus y de Dione. Cuenta una tradición que Dione era hija de Uranos y de Gea. Pero otra afirma que era una de la Oceanidas, y por consiguiente, hija de Okeanos y de Tethis.

Con Hera, su esposa legitima y hermana, tuvo Zeus a Ares, el dios de la guerra, a Hebe (personificación de la juventud), que hasta el rapto de Ganimedes era la que servía el néctar de los dioses, y que con Musas y Horas bailaba el son de la lira de Apolo, y a Eileitua, genio femenino que precedía los partos.

Por si esto fuera poco, Zeus tuvo también incontables amores con simples mortales. No es de extrañar, pues, que Hera, a quien sedujo antes de desposarse, fuera celosa y con razón, ya que su mujeriego marido persiguió durante diecisiete generaciones a las mujeres de los mortales y entre ellas a su madre y sus hijas, utilizando para ello todos los recursos meteorológicos.

Efectivamente, a Semele la convirtió en cenizas; para Danae se transformó en lluvia de oro. Y a menudo el poderoso y prolífico dios, para poder satisfacer su pasión amorosa, tuvo que revestir las formas más peregrinas, tales como las de toro, cisne, palomo, águila, hormiga, moneda de oro, etc.

Pero a Zeus todo le estaba permitido, puesto que era padre todopoderoso, rey de reyes, jefe de todos los seres y supremo conductor de todas las cosas, que con incomparable majestad ocupaba su trono en el cielo donde las Charites “adoraban su forma eterna”.

Según Homero, Zeus era el más grande, el más poderoso, el más fuerte, el mejor y más majestuoso y glorioso de los dioses, y el que reinaba no solamente sobre los hombres, sino también sobre los inmortales.

Júpiter, divinidad romana asimilaba a Zeus, fue el dios principal de la mitología latina en la época clásica.

 

Bibliografía

Repollés, J. (1979). Las Mejores Leyendas Mitológicas. España: Editorial Bruguera, S.A.

 

 

 

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